El error no llega con una explosión.
Llega con una decisión pequeña. Casi lógica.
Decido no informar todavía a superiores. Decido no usar la palabra secta. Decido creer que todavía puedo contener esto dentro de homicidios antes de que lo conviertan en un circo mediático.
Ese es el error.
Porque mientras yo calculo, ellos avanzan.
Paso la mañana revisando los movimientos bancarios de Marcos Vidal. Pequeñas cantidades. Donaciones periódicas. Nada que levante sospechas. Pagos que parecen insignificantes si no sabes lo que buscas.
—Míralo —le digo a Lara—. Siempre el mismo día del mes. Siempre después del turno de noche.
—Como una cuota.
Asiento.
—O una prueba de lealtad.
Localizamos un local abandonado en el extrarradio. Antiguo centro social. Electricidad enganchada ilegalmente. Movimientos nocturnos. Gente que entra y sale sin dejar rastro.
—No podemos entrar sin orden —dice Lara.
—Lo sé.
Pero mis manos ya están temblando.
Hacemos vigilancia. Dos noches. Tres. Nada ilegal. Solo reuniones. Gente hablando. Comida compartida. Abrazos.
—Si no supiera lo que sé —murmura Lara—, diría que es una ONG cutre.
—Ese es el problema —respondo—. Que no parece peligroso.
La cuarta noche ocurre algo distinto.
Un coche llega tarde. Un hombre baja nervioso. Mira alrededor. Golpea la puerta tres veces.
No cuatro.
Tres.
—¿Lo has visto? —susurro.
—Sí.
El hombre entra. La puerta se cierra.
Y el silencio cambia.
Algo se me eriza en la nuca.
—Vamos a seguirle cuando salga.
—Daniela, eso no es protocolo.
—Lo sé.
Otra decisión pequeña.
Otra grieta.
El hombre sale cuarenta minutos después. Ya no parece nervioso. Parece… convencido. Camina erguido. Seguro.
Le seguimos a distancia.
Hasta que gira de golpe y nos mira.
—Mierda —susurra Lara.
No corre. No grita. Sonríe.
—Inspectora Ríos —dice en voz alta—. Llegas pronto.
Me quedo helada.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Porque te estábamos esperando.
El mundo se encoge.
—¿Quiénes sois?
El hombre ladea la cabeza.
—Los que no pasan hambre. Los que no luchan entre ellos. Los que no temen morir.
—Eso no responde a mi pregunta.
Se acerca un paso.
—Tú nos entiendes. Por eso estás aquí.
—Estás detenido —digo, sacando la placa.
No se resiste.
En el interrogatorio no dice nada útil. Nada concreto. Solo ideas. Palabras bonitas. Discursos aprendidos.
—No matamos —repite—. Liberamos.
—Marcos Vidal murió —respondo.
—Porque no estaba preparado.
Siento náuseas.
—¿Quién manda?
Sonríe.
—Nadie manda. Eso es lo que no entiendes.
Cuando salgo del calabozo, tengo la sensación de haber perdido algo.
Control.
Esa misma noche, el hospital llama.
El chico de la nave industrial ha muerto.
Cuatro minutos antes de las doce.
Cuatro minutos antes de que yo pudiera llegar.
Cuelgo el teléfono y miró el reflejo en el cristal.
Ya no soy solo la cazadora.
Ahora también soy parte del juego.