La primera llamada llega a las seis y veinte de la mañana.
—Daniela —dice Lara al otro lado—. Necesito que vengas.
No pregunta dónde estoy. No hace bromas. Su voz es plana, tensa. La conozco lo suficiente como para saber que algo se ha roto.
—¿Qué ha pasado?
Silencio. Un segundo de más.
—Han encontrado a alguien del comedor social.
Me visto sin encender la luz. El piso sigue oliendo a café rancio y a papel húmedo. Mientras bajo las escaleras, pienso en la tarjeta con las cuatro marcas que dejé sobre la mesa. Pienso en el hombre que me habló como si me conociera de toda la vida. Pienso en lo fácil que es desaparecer cuando nadie te está esperando en casa.
El cuerpo está en un solar vacío, detrás de una fábrica cerrada. No hay curiosos. No hay ruido. Solo viento y tierra removida.
—Se llama Esteban Moya —dice Lara—. Cincuenta y ocho años. Vivía en la calle desde hacía tres.
Me acerco despacio.
Esteban no presenta signos evidentes de violencia. No hay heridas defensivas. No hay sangre. Está tumbado de lado, como si se hubiera quedado dormido.
—¿Causa de la muerte?
—Deshidratación severa —responde el forense—. Llevaba días sin ingerir líquidos.
—¿Días?
—Al menos cinco.
Aprieto los puños.
—Eso no es abandono —digo—. Eso es método.
El forense me mira.
—O castigo.
De vuelta a la comisaría, Antiterrorismo ya está instalado en la sala de reuniones. Mapas en la pared. Nombres que no reconozco. Gente que no me mira a los ojos.
—Esto se nos está yendo —dice un inspector que no se presenta—. Necesitamos autorizaciones amplias. Redadas.
—Y van a desaparecer —responder—. Si sienten presión directa, se disolverán.
—O cometerá errores.
—O matarán más rápido.
Carrasco me observa desde la cabecera.
—Ríos, te estás implicando demasiado.
—Porque ellos se implican con todo —contestó—. No eligen víctimas al azar. Eligen vacíos.
Lara me sigue al despacho después.
—Están pidiendo que te aparten —dice en voz baja.
—Lo sé.
—¿Por qué sigues?
La miro.
—Porque si paro ahora, ganan.
Esa noche recibí un mensaje en el móvil.
NO TODO EL MUNDO MERECE SER SALVADO.
Contestó sin pensarlo.
—¿Dónde?
La respuesta llega casi de inmediato.
DONDE SIEMPRE. ENTRE LOS QUE NO CUENTAN.
No avisó a nadie.
Salgo.
El edificio estaba a oscuras cuando entró. El mismo local del extrarradio. Esta vez no hay gente sonriendo. No hay comida. Solo sillas colocadas en círculo.
—Sabíamos que vendrías —dice una voz.
El hombre de la otra noche da un paso al frente.
—Esteban murió —digo—. Eso es asesinato.
—No —responde—. Es consecuencia.
—¿De qué?
—De elegir mal.
—¿Y quién decide eso?
Sonríe.
—Todos. Cuatro veces.
Siento cómo el pulso me martillea en las sienes.
—Esto va a acabar —digo.
—Claro —responde—. Siempre acaba.
Antes de irme, se inclina hacia mí.
—Aún no has visto al último.
Salgo con la certeza de que no hablaba de una persona.
Hablaba de lo que queda cuando todo lo demás se pierde.