Una pequeña casa irlandesa a mitad del bosque. La misma rutina de todos los días. En esa pequeña casa vivían Leve y Alice Orchide.
Leve era una empresaria que tenía que tomar dos autobuses para poder llegar a su oficina en el centro de la ciudad. Era una mujer en extremo hostil con todos los que la rodeaban. Siempre iba caminando con la frente en alto, fulminando con la mirada a todo aquel que se le acercara. Era el polo opuesto de Alice, quien era una jovencita amable y amigable con todo el mundo. Siempre llevaba una sonrisa en el rostro, incluso cuando su madrastra intentara hacerla sentir como insecto.
La madre de Alice había muerto durante el parto, de forma que la chica fue criada por su padre, Anthony Orchide. Pocos días después del décimo cumpleaños de Alice, Anthony conoció a Leve en una cena para la empresa donde ambos trabajaban. Se enamoraron y celebraron sus nupcias al cabo de dos años. Seis meses después, el padre de Alice tuvo un accidente automovilístico y falleció, dejando a su hija al cuidado de su segunda esposa. Al principio, durante los primeros meses, Leve pretendía enviar a la pequeña Alice a un internado, aunque un leve atisbo de su instinto maternal consiguió vencerla y así, terminó por aceptar que se quedara en casa.
Leve y Alice no se llevaban nada bien. Siempre era una lucha por ver quien tenía más control sobre la vida de la otra.
Alice tenía un espíritu indomable tras esa fachada de inocencia. Ella era una chica esbelta y con un cuerpo tan grácil como el de un felino, aunque sus conocidos solían decir que era tan torpe como una roca. Su cabello era largo, lacio y de color negro azabache, que cuando estaba bajo los rayos del sol adquiría una tonalidad azulada apenas visible. Su piel era tersa y blanca como la nieve, sus rasgos eran finos como los de una muñeca de porcelana. Sus ojos eran grandes y de color turquesa. Cada verano, Alice trabajaba con la señora Stewart, una anciana que tenía una pequeña granja.
Durante casi seis meses, Alice despertaba a mitad de cada noche pues escuchaba que alguien estaba tocando a su ventana. Tenía que sacar la cabeza para averiguar de dónde provenía el sonido y todo lo que veía siempre era a un lobo de color negro, cuyos resplandecientes ojos amarillos la miraban fijamente durante un par de minutos, para luego desaparecer en la oscuridad de la noche. Y aunque comenzaba a creer que era paranoia por las visiones de aquel lobo, estaba segura de que todas las mañanas cuando partía hacia la granja de la Señora Stewart veía un lobo pardo que también la miraba fijamente durante un par de minutos antes de desaparecer.
Aquella mañana, cuando inició el decimoséptimo cumpleaños de la chica de los ojos color turquesa, Leve despertó cuando escuchó a Alice en la cocina. Se sentó en la orilla de su cama y frotó sus ojos con los nudillos para despejarse soltando el mismo improperio de siempre.
—Chiquilla idiota.
Se cubrió con una bata y bajó las escaleras hasta la cocina. Logró percibir el aroma de panqueques recién horneados y café instantáneo.
Abrió la puerta vio a Alice sentada a la mesa, leyendo el periódico y bebiendo una taza de café.
—Buen día, Leve —saludó la chica sin dirigirle la mirada.
—¿Por qué despertaste tan temprano?
—¿Te he despertado? Esa no era mi intención, discúlpame. —Sonrió, aunque su intención había sido todo lo contrario.
—No has respondido mi pregunta —le espetó Leve tras servir su taza de café—. ¿Por qué despertaste tan temprano?
—Le prometí a la señora Stewart que iría temprano a su granja. Por cierto, Leve, ¿recuerdas qué día es hoy?
—Es sábado —respondió Leve despreocupada.
Alice bajó el periódico para fulminar a Leve con la mirada. Sintiéndose enfurecida, herida y decepcionada.
—No me mires así.
—Es increíble —reclamó Alice. Se levantó de golpe, derramando un poco de café, y añadió—: ¿Cómo pudiste olvidarlo?
—¿De qué hablas?
—¿Cómo puedes olvidar que día es hoy?
—¿Es importante para mí?
Alice separó los labios para responder, pero tuvo que contenerse cuando fue invadida por un desagradable recuerdo.
La última vez que había soltado el improperio que amenazaba con brotar de su boca, Leve le había soltado una fuerte bofetada que le dejó la mejilla roja durante un par de días. Así que en lugar de entrar en una discusión de la que no podría salir nada bueno, agachó la mirada y salió de la cocina sin haber probado su desayuno.
Tomó su bolso, que colgaba del perchero que había en el recibidor, y salió de la casa azotando la puerta tras de sí. Leve reaccionó con total tranquilidad e indiferencia, y procedió a preparar su propio desayuno.
Alice salió por la verja soltando cada improperio que se le ocurría. Una pregunta rondaba en su cabeza, dando mil y un vueltas como si quisiera llamar la atención de Alice a gritos. ¿Por qué su padre la había dejado bajo el cuidado de una mujer que no la quería? Comenzaba a hundirse en un estado depresivo, mismo que le disgustaba a sobremanera.