Temo publicar eso relatos inusitados del abuelo pero la impaciencia de las ideas me lleva a tomar el riego.
(…) Erase un niño fascinado por los cuentos de una viejecita invidente, solitaria y abandonada en una vivienda pequeña y destartalada; y un aprendiz de escritor, oculto entre centenares de letras frías, buscando las palabras adecuadas para expresar la belleza de sus pensamientos y poderlos compartir con el resto del mundo más allá de las cuatro empalizadas de su hogar.
Cada vez que ese niño salía de mandados se tomaba un tiempo para visitar a la viejecita, ya que esa casita estaba situada a una cuadra del hogar donde él vivía. La viejecita, sin contar con la palabra escrita, cautivaba a centenares de niños al tratar de mostrarles lo que ella no podía ver o, quizás, jamás había visto. Dicen que la viejecita perdió la vista iniciada su vejez y desde ese momento solía sentarse en el pórtico de su casa para contar sus historias a cambio de un mandado o un pedacito de pan.
Las historias contadas por la viejecita eran tan apasionadas que la audiencia escuchaba el galopar de las bestias, la caricia de la brisa en sus rostros, lo álgido de las noches escalofriantes y el dulce cantar de la princesa al ser rescatada por su valiente príncipe.
Fueron muchos los anocheceres en los cuales el niño compartía con su hermana mayor los cuentos de la viejecita, hasta creaban juntos algunas historias nuevas. Eran tantas las historias por contar que avanzada la noche debían llevar al niño colgado del brazo y semidormido hasta su cama, lugar donde continuaba aflorando sus pensamientos entre sueños y fantasías (muchas historias inconclusas, otras por empezar).
En muchos amaneceres, el niño intentó descubrir al escritor oculto en su corazón para escribir sus historias (muchas de ellas contadas en sus sueños y otras finalizadas estando despierto); llegaban los príncipes y princesas, algunos valientes amigos, objetos mágicos, animalitos graciosos; pero… no llegaban las palabras adecuadas para escribir esos cuentos. Así, el niño quedaba con el lápiz y el papel en sus manos y algunos garabatos en lugar de letras; una imaginación desbordada sin un recipiente firme que la sostuviera.
Al pasar el tiempo, aquel niño convertido en joven adolescente leía a escondida apasionadas novelas cargadas de pistolas, vaqueros, carrosas e indios. Obras literarias escondidas por su padre en el fondo de un baúl de madera. Lecturas prohibidas por su padre, pues, el joven solo tenía permitido leer las labores de la escuela y escribir las tareas de las clases hechas con palabras cultas, según su padre.
—Deberás ser doctor, que cure cualquier “achaque de viejo” y me atienda cuando este viejo—decía su padre mientras le arrebataba las novelas— no quiero en mi casa a un caprichoso novelero y menos de esas historias cargadas de deseos pecaminosos.
«¿Qué pecaminoso podría ser una tropa de valientes guerreras al cautivar las pasiones del comandante de un ejército invasor para ganar la batalla?; o, ¿que un burro sucumba ante la fragancia de su dama y pase horas en eternas conversas enredado entre espesos matorrales? », pensó el joven.
Sin embargo, a pesar de los deseos de su padre, el joven quería escribir esas historias y dar libertad a sus pensamientos; como aquel joven prisionero en la mazmorra del palacio de su amada princesa portando el nombre de ella en su bolsillo (llave mágica para ser libre y casarse con ella).
Este joven también se hallaba prisionero en una enorme casa de paredes altas y de ladrillos rojos donde solo contaba con una única ventana al mundo; un único canal de televisión, cuya luz resplandeciente no representaba para su imaginación los paisajes hermosos vistos más allá de esas paredes.
Paisajes visualizados más allá del horizonte, vistos por el joven desde el techo de su casa: bellos parajes ocultos por grandes montañas y un lago inmenso a donde solo su imaginación podía ir y regresar para contarle.
Todo un cumulo de imágenes carente de significado golpeaba la imaginación del joven cuando intentaba ser escritor. Imágenes prisioneras, deseosas de escapar a un mundo más perceptible donde pudieran ser compartidas; pero el escritor no encontraba las palabras adecuadas para darle el significado apropiado a esos pensamientos, sin cometer de pecado de errar al usar el verbo.
Aconteció que el joven adolescente decidió escribir sus primeras líneas y las palabras adecuadas no llegaron a su lápiz de grafito dejando tan solo muchas palabras borrosas en montones de hojas abandonadas en un rincón de su habitación; intentó apoderarse de la pluma del escritor, pero la exigencia de su compleja imaginación le impedía encontrar esas palabras adecuadas para mostrar lo que exactamente quería expresar.
El obstáculo del comienzo, la primera palabra que no llegó y, por ende, la oración que espera. Ese rio inmenso por atravesar para continuar la marcha. El joven escritor ha de frenar a su imaginación, que espera tiritando de frio, ese añorado encuentro con el agradable calor de la escritura, la cual se hallaba al otro lado de aquel rio. Y las palabras saltarinas con chispas de ira han de estar molestas por no encontrar un alma sensible quien las leyera.
«¡Qué fácil es hablar sobre las aventuras de ese valiente caballero que trata de liberar a la flor de su intrincado cerco de espinas y qué difícil es escribirlo en el papel!», pensaba el joven ensimismado al tomar el lápiz.