Erase una vez, en algún lugar remoto…
Deseo verte volar
libre por estos prados
regando con vuestro canto
el esplendor de nuestro llano.
Vuela libre mi pequeña ave,
llena de vida a esta arboleda hermosa,
entrega tu canto a la tierra madre,
señora del paraíso que os hará dichosa.
Cubre con tu alegre canto,
los esperanzadores amaneceres
y reviste con tu colorido manto,
los soñadores atardeceres.
Un anciano dedicaba su canto a las aves que todos los fines de semana dejaba en libertad. Una a una las aves surgían de las manos del anciano y emprendían su vuelo hacia las inmensas planicies. Era costumbre de aquel anciano tomar los huevos o polluelos de los nidos de aves circundantes a su casa, especialmente pájaros. El anciano criaba a esos animales manteniéndolos en cautiverio hasta que pudieran volar para luego dejarlos libres.
Las aves alzaban el vuelo desprendiendose de las manos de aquel anciano mientras él les seguía con su mirada hasta perderse en la inmensidad del cielo llanero. Una enorme sonrisa, ojos desorbitados seguido de minutos de silencio, luego otra gran sonrisa mientras poco a poco cerraba sus ojos; era muestra de una agradable sensación que el anciano experimentaba cuando veía a las aves volar libre por aquellas praderas. Con lagrimas en sus ojos el anciano interpretaba la despedida, para él era un gozo haber cumplido con la naturaleza al preservar parte la una especie amenazada de extinción.
Sin saberlo, el anciano había cebado con aquellas aves a una feroz águila que, proveniente de montañas lejanas al norte de su cabaña, rondaba por los alrededores de su casa en busca de la presa que semanalmente aquel anciano le entregaba. Así, inicio por aquellos lares, una extraña relación entre cazadores y presas donde la conductora de aquellos aconteceres era la madre naturaleza.
(…) En el patio de su casa, el anciano tenía miles y miles de jaulas llenas de pájaros, aves de diversos géneros y colores; hasta algunos huevecillos de aves depositados en improvisadas incubadoras.
—Vuelen libres mis preciosos hijos a conocer el mundo y a disfrutar de su belleza; aquí os entrego amada pradera a un miembro más de tu familia inmensa—decía al anciano mientras su mirada se nublaba con un manto de sentidas lagrimas.
Concluido su habitual ritual, el anciano se diría al patio de su casa para alimentar a las aves en cautiverio las cuales colocadas en filas y columnas celebraban juntas la liberación de su camarada.
Muchas de las aves liberadas no regresaban y las que si lo hacían, el anciano se encargaba de espantarlas haciendo uso de un bejuco elaborado con ramas de escobilla.
Ayudado por una pequeña pieza metálica el anciano emitía un sonido muy agudo algo parecido al ruiseñor:
"chiu chiuichichichichichiu...”
Cuando contemplo al cielo
con mi pesar a cuesta
El canto se convierte en ave;
y el ave, suspiro de mi tristeza.
Deseo banales que impreca a mí ser,
tu canto agudo exorciza a ese mal.
Decreto que bendice al amanecer;
“maravillosa música celestial”.
Cualquier deseo mundano se esfuma,
tan solo con escuchar tu canto.
Retumba tu canto entre el sol y la luna
Ven y alegra mi efímero encanto.
“chiurrrrchiu rrrchiuchichichichichiu".
El anciano se esmeraba en la cría de estas aves hasta que pudiesen volar: les alimentaba, curaba y les protegía de cualquier depredador.
Aconteció una tarde que el patio de la casa del anciano fue visitada por la enorme y hermosa águila; ave de rapiña que luego de asegurarse de no ser vista por el anciano, llamó la atención de las aves en cautiverio contándole historias sobre la vida fuera de las jaulas; todas las aves se aproximaron dentro de sus jaulas al lugar más cercano al águila para escuchar sus relatos. El águila dibujaba un mundo feliz fuera de las jaulas, un mundo de libertad y lleno de placeres:
—Podrán surcas los aires y respirar el aroma de las flores y comer las frutas mas deliciosas que hay de sobra en estas regiones. Solo deben saber dónde buscar— Señaló el águila.
Las aves más pequeñas, que por ser polluelos se hallaban fueras de las jaulas, posaban sus picos sobre los bordes de sus nido para quedarse somnolientas ante la voz elocuente del águila.
— ¿Al crecer podre ser libre y vivir la vida como tú dices? —preguntó uno de aquellos polluelos.
—¡Sí!, mi pequeña ave, pero tendrás que crecer y alimentarte muy bien. Yo los esperare afuera. Con mi guía conoceréis los rincones más hermosos de la pradera.