Erase un niño llamado Amado, dueño de cuatro pequeñas plantas colocadas en porrones dorados en el balcón de su casa. Amado pasaba horas viendo los pimpollos, orgulloso estaba de lo que había sembrado. Amado esperaba impaciente los frutos cultivados; sin saber que planta podrían ver sus ojos cuando estas crecieran.
Todas las mañanas antes de salir el sol, el niño regaba con esmero aquellas plantitas; así, expresaba su sincero amor a seres de naturaleza desconocida.
—¡Caracha!, mis matas han de ser niñas obedientes—señalaba Amado—; Pues, crecerán obedeciendo la ley que impone el sol y la tierra. Mis niñas han de actuar como su padre espera: elevando sus hojas bien alto guiadas por los rayos del sol. Niñas frondosas como las montañas que veo desde mi ventana y fuertes raíces que traviesamente le harán cosquilla al suelo.
Amado sentía un inmenso amor de padre a unas plantas que había encontrado abandonadas en un vaso de cartón cerca de su escuela. Dichas plantas se hallaban a puntos de caer por un profundo acantilado… Aquel día, Amado fue un héroe cuando arriesgo su vida al vencer el vértigo y tomar el vaso de cartón que ya caía. Sus amigos de la escuela que le acompañaban ese día, aplaudieron su gran osadía.
Al ver a las plántulas en peligro de caer por aquel precipicio, el niño recordó que había prometido a su maestra:
«Prometo cuidar al primer ser vivo abandonado que he de encontrar al salir de la escuela, será mi obra de amor socorrer a un ser necesitado».
Al día siguiente, Amado contaba orgulloso a su maestra la aventura vivida en aquel momento:
—Al ver a mis niñas, tristes y solitarias en aquel desolado y peligroso acantilado, pensé que algo debía hacer por ellas, y como las he salvado; criarlas será mi proyecto de grado, cuidarlas hasta que sean adultas e independientes, tal cual mis padres me han enseñado.
La maestra aplaudió aquella aptitud de Amado y lo tomó como ejemplo ante el resto de la escuela.
—Al cabo de un tiempo veremos las niñas de Amado crecer y darnos sus frutos—señalaba la maestra, mientras Amado cantaba unos versos de amor a las plantas, escrito por el mismo:
Los niños debemos
a las plantas cuidar
de cualquier atropello
que las puedan dañar.
Si por falta de amor
nuestras plantas no prosperan
estaremos maltratando
a nuestra propia madre tierra.
Si al contrario le expresamos
un gran inmenso amor
las plantas han de darnos
una gran satisfacción.
Aconteció una tarde que Amado observó que la mayoría de sus plantas crecían derechitas, mirando al sol del medio día (como él les había indicado), igual al asta de la bandera plantada en su escuela. Excepto una de ellas que doblo su tallo como si buscara algo escondido a su alrededor.
—Niña traviesa que tercamente busca un camino diferente—Señaló el niño dirigiéndose a la planta cuyo tallo había doblado—, Niña desobediente ¿Qué te he dicho yo? “Todas deben crecer derechitas buscando al sol” — el niño solo repetía lo que sus padres le decían cuando él cometía alguna travesura— He de castigarte sino obedeces a tu padre y actúas como mejor te parece.
Amado tomó una varita como astil largo y delgado y colocó la varita al lado de aquella matita y enderezó su tallo.
—Así debe ser, bien derechita. Debes mirar al sol del medio día; así como lo hacen tus hermanitas.
… Para satisfacción de Amado la mayoría de las plantas seguían creciendo derechitas, a excepción de una de ellas que al rebasar la vara que le servía de tutor, dirigió su tallo en sentido contrario al sol como si buscara algo perdido a su alrededor.
—¡Ah!, niña más terca—señaló Amado— tendré que darte un castigo ejemplar.
Amado colocó una vara más larga para amarrar a la planta rebelde y enderezó su tallo.
Al poco tiempo el niño notó que las otras plantas comenzaron a torcer sus tallos en sentido opuesto al sol; como si el suelo le ofreciera mayor satisfacción.
— ¿Ahora son todas ustedes las que van a desobedecer mi orden? ¿Siguiendo el mal ejemplo de la niña desobediente?, ¡ahora, me imagino, que sus raíces crecerán hacia arriba!, en busca del agua de las nubes—Amado señaló sarcásticamente.
El niño construyó una enramada muy alta y sostuvo de su techo a todas las plantas. Excepto a la planta rebelde la cual trasplantó a un matero más pequeño y traslado a un rincón de la sala en el interior de su casa. Mientras los hacia el niño reprendió a esa planta:
—Tú eres muy mal ejemplo para tus hermanas; así que te mandare al rincón de castigo a ver si aprendes a comportarte.
A los pocos días Armando notó que las plantas del balcón estaban floridas excepto la que había enviado al rincón de castigo, cuyas hojas se tornaron de un amarillo pálido y sus raíces ya no sostenían su tallo.
—¡Ah caramba, mijita; me colmas la paciencia!, ¿Ahora vas a pasar todo el día durmiendo y triste?