De la laguna era un caserío alejado de las grandes urbes donde sus habitantes vivían en casas de barro y palmas. Hombres, en su mayoría, pescadores artesanales; mujeres dedicadas a la cría de los hijos y la atención del marido. Sociedad donde se conjugaban los rituales místicos y religiosos con las actividades diarias de la faena; donde la educación de los hijos estaba a cargo de los padres, la maestra y el cura.
Los caños alrededor del pueblo, a demás de ser un vivero natural de peces (garante del abastecimiento proteico del pueblo) también constituía un criadero de algunas molestias (especialmente en horas de la tarde); cuando eran invadidos por un enjambre de zancudos y mosquitos.
Para ahuyentar a aquellos molestos insectos, los atardeceres eran envueltos con una espesa calima, producto de la combustión de palma seca, la concha de coco, el fuego y la brisa del mar. Así, entre humos y palmadas los habitantes de De la lagunas escenificaban una especie de danza alrededor de las fogatas.
¡Habrá quien aprovechara aquella bruma artificial para jugarle algunas bromas a los caminantes solitarios por las oscuras calles y caminos del caserío! Bromas, que maquilladas por el tiempo, han dado origen a muchos cuentos de espantos o aparecidos (fuente natural de las historias de los contadores de cuentos).
Bromas como las travesuras de Arturo, quien en compañía de cuatro muchachos había diseñado un sistema para aterrorizar a los transeúntes en las inmediaciones de aquel pueblo. Para ello, Arturo y sus amigos usaban sábanas blancas, cadenas oxidadas, hilos enlazados entre las copas de los árboles, luces de diversos colores e intensidad y sonidos improvisados. Todo un centenar de objetos que colados entre la copa de los árboles, ocultos por la oscuridad de la noche, la calima del momento y acompañados con silbidos, aullidos, carcajada y gritos hacía saltar de miedo a cualquiera.
Apretando los dientes para evitar una inoportuna carcajada, los jóvenes eran capaces de esperar largas horas al asecho de algún solitario incauto. Siempre buscaban como presa a borrachos o forasteros; al primero porque al contar su experiencia siempre les agregaba algo de realismo: «Vi, con estos ojos que ha de comer los gusanos, al espíritu de mi abuela, quien me dijo: “¡mijito!, deja de tomar tanto que te vas a quemar las tripas”»; el segundo porque podían contar su vivencia en otros lugares: «Allá en De la laguna aparece el diablo, quien saltó entre los matorrales lanzando chispas y candelas por todas partes, mis amigos y yo nos salvamos de ‘vainita’».
Siendo otra la realidad, como aquella noche cuando Arturo y sus amigos lograron escenificar la mayor de sus bromas.
(…) Eran cuatro parejas de nudistas, quienes alejadas del pueblo; bailaban, reían y cantaban alrededor de una fogata. Uno de los nudistas improvisaba golpes de tambor y la brisa del mar batía los cocotales poniendo el ritmo mientras los otros nudistas tongoneaban sus cuerpos: moviendo vivazmente sus brazos, pechos y caderas de manera obscena.
En su danza, una de las parejas se separó del grupo y con ambas manos en sus cinturas aproximaron sus vientres agachándose hasta llegar al suelo para luego levantarse acercando sus rostros para rozar la punta de sus narices, luego se retiraron y dieron paso a otra pareja; esta segunda pareja, inició su danza de espalda: el hombre se acuclillo mientras la mujer se mantenía erguida. Hubo un cambio de ritmo de tambor cuando el caballero giro poco a poco para tocar los glúteos de su pareja e ir moldeando la silueta de ésta mientras se levantaba. La muchacha mantenía sus manos extendidas sobre su cabeza en espera de las manos de su pareja para hacer un solo puño. Al corresponderle el turno a la otra pareja; la chica corrió hasta la orilla de la playa y se acostó boca arriba, su compañero se coloco frente a ella e inclinándose un poco la tomó de la mano para levantarla lentamente a cada golpe que daba el tambor; luego, se abrazaron doblando exageradamente sus cuerpos dando varios giros. En tanto, la pareja del joven que tocaba el tambor, mantuvo su danza girando alrededor de él; de vez en cuando ella tocaba su cabeza y hombros. Finalmente, los nudistas se aproximaron a la orilla de la playa mojando sus pies con las aguas del mar y haciendo salpicar agua, sal y arena.
Los rayos de luz de la luna delineaban trazos luminosos sobre el mar mientras las tibias aguas refrescaban los pies de los danzantes y el resplandor de la fogata moldeaba las ocho siluetas, quienes tomadas de las manos se disponían adentrarse en el mar.
Aquel era el momento preciso, tan esperado por Arturo y sus amigos. Una vara en forma de lanza envuelta con una tela empapada de gasolina y una provisión de pólvora en su punta era el artefacto que desataría la escena de terror. Artefacto que se hallaba en manos de Refresco (el bromista con mejor puntería). Ante la orden de Arturo, Refresco lanzó la vara al centro de la fogata, la cual se encendió sin control y estalló lanzando chispas, arenas y cenizas por todas partes. La fogata se apagó dando paso a una tenebrosa oscuridad.
Los turistas, tomados por sorpresa, se detuvieron bruscamente, observaron todo el escenario y corrieron aterrorizados hacia el pueblo. Sin percatarse que estaban desnudos, los ocho turistas confundían sus gritos entre rizas y llantos: «¡Santo dios!, ¡llegó el Diablo!».
En el pueblo los turistas fueron socorridos y no fue hasta el día siguiente cuando regresaron al lugar donde «apareció el Demonio». Las huellas, el tambor, los restos de la fogata y las pertenecía de los turistas estaban en total normalidad (no había algún artefacto o ente extraño); sin embargo, los turistas juraban y perjuraban haber vivido una experiencia fuera de la realidad.