Los cuentos del mundo fantástico

Los carillones de la muerte

Desde hace muchos años que las tormentosas lluvias dejaron de bañar las frías calles del pueblo. Era una soledad infinita que se vivía o que en otras palabras, se repetía. Durante cada nueva revolución que obligaba a los más jóvenes a organizar sus caminos, lejos de la mortal tierra que los vio nacer. Ahora solo pasaban cuerpos viejos corrompidos por la herencia y el desapego, pero también, algunas veces almas jóvenes que criaban malévolos y desgraciados destinos, llenos de dinero con sangre mal vivida.

En esos días partían los camiones llenos de las mercancías frutales que contenían centenares de tesoros escondidos, esos que brillaban como el oro y los diamantes. En uno de los más pequeños, llegó el nuevo oficial de policía que tendrían después de muchos años. Y así de la nada, apareció rechinando una de esas latas viejas de antaño, por suerte, tenía llantas lo suficientemente resistentes como para atravesar esos terrenos pedregosos y arenosos llenos de fango.

—Buenas, señores.—le dijo el hombre a los cargueros que estaban bajando las nuevas mercancías. Cuando se volteó se encontró con un sujeto extraño, llevaba una cachucha y una camisa blanca con pantalón negro ancho, al parecer le quedaba grande. Pero lo que más le extrañó fue el encontrarse con una voz muy peculiar.

—En eso se equivoca señor... puede decirme Petunia.—le contestó la mujer un poco mayor, tenía muchas arrugas, su cabello se veía un poco alborotado y sudado, suponía que era por el esfuerzo de bajar las cajas llenas de fruta.

—Disculpe usted, pero alguien debería ayudarle, si quiere puedo...

—No se preocupe, aquí el que no es fuerte no sirve para mucho, además, siempre lo hago de rutina, me gusta ayudarle a mi sobrino.—sentía un poco de remordimiento, pero en el fondo entendía que no valía la

pena llevarle la contraria.

—Por lo que veo está perdido.—afirmó la mujer mientras se asomaba y acercaba cada vez más al sol.

—Eso... Eso creo.

—Por supuesto, dígame, quién no se pierde en este infierno.

—Por ahora supongo que solo yo, aunque solamente necesito llegar al parque.

—Sí claro, mire, siga derechito, aquí todo es muy central, pero tenga cuidado, no es recomendable que ande solo en este manicomio.

—¿Cómo dice?.—le pregunta a la mujer mientras intentaba cubrirse del sol con la sombra del camión.

—Solo procuré pasar desapercibido y esconderse temprano, ya sabe lo que dicen, «Las malas bocas hablan y matan».

—Sí, lo tendré presente.—después de aquello se despidió y continuó su camino, mientras que la mujer lo miraba con mucho detenimiento. Intentó mantener su cordura firme después de quitarse las gotas de sudor que bajaban por toda su frente. El calor era insoportable en todo aquel pueblo rodeado por arena y carreteras que nunca habían sido pavimentadas, la principal era la mejor y se podría decir que tenía más piedras estorbando que de oro invertido.

Durante un buen rato estuvo conduciendo derecho, las casas eran algo antiguas, sospechaba que no podrían ser diferentes, de colores diversos, muy viejas y algunas abandonadas, no solo por el hecho de estar vacías, sino porque ya nadie estaba presente, solo cuando de ventas o arriendos se trataba.

Lo más peculiar, era que en la entrada de todas las casas había una especie de campana hecha con madera, lo que no entendía era para qué las tenían, desde que había llegado, se había dado cuenta de que nunca podría soplar ni un poco de viento en aquel pueblo desértico.

La soledad era la interminable y fiel compañera con la que vivían. En una que otra casa había negocios pequeños como tiendas con diversidad de productos. Cuando llegó al final de la calle se encontró con cinco personas en el parque central del pueblo, todos hombres y una mujer. Lo que más le aterró fue ver a tres de ellos dando vueltas de un lado para otro.

Se quedaron un rato mirándolo mientras cruzaba con su cacharro viejo, este aún seguía rechinando, «debía arreglarlo algún día», pensó. Dos de los hombres eran gordos y el otro muy flaco, de todas las maneras, tenían pura ropa y cara de vándalos, por supuesto, con sus armas, sus rostros degradados y llenos de mucha maldad.

«Quién sabe cuántos crímenes cargarán en sus hombros», repetían sus pensamientos mientras estacionaba su auto y entraba rápidamente al puesto que tenía el letrero con algunas letras caídas. Mientras leía el anuncio no pudo evitar distraerse, hasta el punto de darse cuenta de que tenía a los tres sujetos detrás de él.

—Así que es el poli nuevo. —le decía uno de ellos, era el que tenía el rostro más amargo y desagradable de los tres hombres.

—Así es.—respondió, pero a pesar de que tenía su mente en blanco quería imaginar aquel lugar como lo que algún día había sido, su hogar.

—No aceptamos a extraños por estos alrededores poli.—le refuta el otro sujeto.

—Yo no necesito permiso.—en eso, comienzan a sacar sus armas, pero un alma vieja aparece detrás de él, como

un ángel para auxiliarlo.

—Trae permiso.—de inmediato se volteó y encontró con un hombre viejo y arrugado, tenía canas y era medio corpulento.

—No nos avisaron de su llegada.

—Ya, verifíquelo.—les alcanzó un papel extraño y lo revisaron de una forma muy meticulosa. El recién llegado se sentía como en una prisión, a punto de recibir algún tipo de aceptación o nueva identidad.

—Así que... Vicente Ortega.—dijo uno de aquellos hombres con mucha risa, después respiró mientras carraspeaba y hacía movimientos extraños con su boca.

—Le faltó el Fernández para cantar rancheras, cántese una hombre...—menciona el otro sujeto con una cicatriz en su rostro oscuro y tostado por el sol, mientras que sus compinches seguían riéndose.

—Hasta hoy llegó su identificación.

—Los jefes deben saber de esto.

—Ya lo saben.—menciona el anciano con mucha seriedad pero en el fondo con un poco de miedo.




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