En un pueblo bastante grande, donde nadie conocía a todos sus habitantes. Había una familia de mujeres egoístas, vanidosas y superficiales. Eran una madre vieja con dos hijas horribles, que eran torpes, descuidadas en todo lo que hacían.
La mujer se llamaba Trina, y las hijas eran dos gemelas de nombre Ana y Alma. Las dos eran blancas, de ojos azules como el mar y cabellos negros como el carbón, igual que su corazón, pero su cara era tan espantosa que ningún espejo quedaba entero cuando ellas se miraban, así que se maquillaban sin verse en ellos.
Como eran competitivas, y se maquillaban la una a la otra, siempre quedaban más feas de lo que eran, pues Ana combinaba el azul con el marrón para los labios de su hermana, mientras que Alma le ponía un polvo que hacía a su hermana parecer una vieja decrépita.
La madre, Trina, era hermosa, pero tan cruel como cualquier hechicera. Ella siempre regañaba a sus tontas hijas por tropezar y hacerla quedar mal en público. Ya las dos estaban en edad de casarse, pero nadie quería hacerlo, pues siempre arruinaban todo y no había nadie más fea que esas dos hermanas.
Por otro lado, había una sirvienta en la casa que era tan hermosa como feas sus hermanastras, pues su padre se había casado con la Señora Trina para escapar de las deudas. Esa bella damisela se llamaba Celia, pero como trabajaba de sirvienta, vestía harapos viejos, hediondos, y siempre estaba cubierta de polvo, las tres mujeres le decían Cenicienta.
Tenía el cabello rojo y ojos verdes, unas pequeñas pecas poblaban sus mejillas, haciendo un ligero arco hacia sus ojos, de un color tan vivo y penetrante que hacía arder de furia a su madrastra. A ella le daban lástima sus nuevas familiares, pues sabía que así nunca podrían llegar a nada bueno, pero hacía sus tareas siempre, tal y como le pedían, sin darles mucha atención.
Cenicienta tenía dos palomas muy amigas, una blanca y otra gris, que siempre la ayudaban en sus tareas, además de un anciano y cansado pino que ella llamaba Abuelo Pi, que le daba concejos cuando ella se los pedía.
Un día, un joven guerrero apareció en la plaza mayor del pueblo, herido en el pecho, la espalda, y una pierna. Inmediatamente todos quisieron ayudarlo, pero el médico del lugar les llamó la atención, diciendo que él era el más calificado para cuidarlo y hacer que se recuperara.
Pasaron dos semanas hasta que el guerrero se recuperó, abriendo los ojos por primera vez desde que había aparecido en el pueblo. Las personas de allí se asombraron al verlo con rasgos tan distintos a los de ellos, parecía de otro lugar del mundo, ¡Y su armadura! Era de oro puro, con detalles de plata, bronce un escudo de diamante y una espada, del mejor metal, adornada con rubíes.
El guerrero dijo llamarse Aladdin, y que venía del desierto, pero no recordaba cómo había llegado hasta el pueblo. Nadie le preguntó nada, porque aún se veía agotado, con los ojos caídos y la piel decolorada, aunque se notaba que era pálida por naturaleza.
Sus ojos eran marrones y su pelo negro, llegándole hasta el cuello, tenía un cuerpo fuerte, músculos marcados, una sonrisa blanca y una voz melodiosa que hizo enamorar a más de una chica en el pueblo. Entre ellas, a Cenicienta y sus hermanastras.
Todos los días, una chica distinta iba y visitaba a Aladdin, que se recuperaba lentamente, conforme estas le llevaban comida, regalos y medicinas. Entre todas, día tras día, lo fueron sanando.
Las hermanas Ana y Alma no habían ido porque decían que al ser las más hermosas debían ir de últimas, y cuando Cenicienta dijo querer ir, ellas se burlaron de la muchacha diciéndole que era espantosa, que ni un perro la encontraría hermosa.
Las tres pelearon, y Señora Trina tuvo que meterse entre ellas, porque las hermanas habían arrojado a Cenicienta a un pantano, dejándola cubierta de algas, hongos y lodo hediondo. Trina hizo que las hermanas se disculparan, y luego le dijo a Cenicienta que hiciera lo mismo por ser una chica problemática.
Como ella no lo hizo, Señora Trina la castigó quitándole el permiso para ir a ver al guerrero, así sería la única en todo el pueblo que no lo vería, pues ya entonces todas las chicas, jóvenes y mayores, lo habían hecho.
Cenicienta, dolida, fue a llorar a su cuarto, que era solamente un rincón de la bodega donde se guardaban los alimentos. Estuvo allí tendida, llorando hasta no poder más, cayendo lentamente en un profundo sueño.
Soñó con las arenas del desierto y el calor que allí hacía. Luego vio un caballo negro, alto y fuerte, que se acercaba a ella galopando, Cenicienta lo montó, y dejó que él la llevara a un palacio árabe en medio de unas piedras grises y naranjadas.
Allí había seda por todas partes, oro a montones y doncellas que bailaban con vestidos que parecían aire de colores. El caballo la llevó hacia la torre más alta, que llegaba más allá de las nubes. Adentro de ella era todo blanco y dorado, telas rojas y azules. n la cama, estaba una mujer vieja pero de ojos amables.
La señora se presentó como su hada madrina, la que haría sus sueños realidad por ser una buena chica, paciente, generosa y humilde. Cenicienta dejó de llorar justo cuando la escuchó, sonrió, y pidió su deseo: Ir a conocer al guerrero que había llegado al pueblo.