Los Cuentos sin Dueño

Los Perros

Andaba Alfredo caminando en medio del cerro, el camino estaba impreso en su memoria mientras a base de machete iba dejando de lado la maleza para abrirse paso. Había sido una jornada cansadora pero ya era hora de volver a su casa, donde seguramente su vieja le estaría esperando con una buena olla de guiso caliente, o al menos el mate cocido con bollos caseros que ella hacia cada tarde. Caía el sol por una de las caras de la montaña pero a él no le preocupaba, se conocía el paraje de memoria y por si acaso se topara con algún bicho tenía su machete, y además el cuchillo afilado que guardaba a un costado del cinturón.

Un leve murmullo en la maleza le advirtió que no estaba solo, sin embargo Alfredo no se inmuto. Seguramente sería una rata de campo, los llamados “cui” o por si acaso fuera una fiera más grande, sabía lo que tenía que hacer.  También estaban las historias que se contaban de boca en boca en el pueblo, aquellas historias con las que él había crecido. La Salamanca, la fiesta del diablo que aparecía a los despistados en los montes; alcohol, música, baile y mujeres era un espectáculo muy tentador para quienes transitaba el camino solitario. Pero él estaba advertido, cada que salía de su hogar su familia le recordaba que anduviera con cuidado por aquellos lugares  y que ante el menor ruido no se detuviera.

Después estaban los duendes por supuesto, las pequeñas criaturitas que aparecían por aquí y allá, siempre buscando hacer travesuras, siempre con la misma pregunta ¿la de metal o la de lana? De niño una vez en el fondo de su casa donde se acumulaba la chatarra, todas las noches se escuchaban ruidos; su viejo le había dicho que aquel seguramente era el duende que llegaba para buscar a los niños que andaban a solas por la oscuridad. Una noche con su hermano, pese a la advertencia de sus padres habían salido a la chatarrera y arrojaron piedras contra los metales que retumbaron en plena noche, haciendo que los perros aullasen a la luna y el lio bárbaro que causaron incluso despertó a los vecinos que se encontraban en fincas medianamente alejadas. La reprimenda que se llevaron, sumados a los chirlos que les pegaba la vieja les hicieron soltar hasta los mocos, pero había valido totalmente la pena porque el duende no volvió a molestar más por aquellos lugares.

El murmullo se apagó segundos después de que apareciera, y Alfredo asumió que sería algún roedor que se había percatado de la presencia del hombre y había huido atemorizado. Ya caían los últimos rayos del sol y se hacía presente la noche, cuando bajaba por la calzada del cerro, cada momento un poco más cerca de su casa.  Bajo como pudo por una de las paredes de la montaña y se encontró con un pequeño plano donde se producía una peculiar escena.

Dos perros grandes se encontraban en medio del lugar sentados y quietos como si estuvieran guardando algo, y entre ambos perros se extendía un cajón de madera que se velaba solo a la luz de un par de velas que emitían destellos macabros a la oscuridad que se avecinaba cuando los últimos destellos del sol se extinguían en el cielo. Sabía que había algo extraño en aquel escenario, sin embargo su curiosidad pudo más y a paso precavido se acercó a las bestias.

Eran ambos parecidos a perros labradores pero no estaba seguro si aquella seria su raza, uno era negro como la noche que llegaba, y estaba seguro que en unas horas se confundiría con las tinieblas y seria invisible para el ojo humano. El otro, por otra parte era un perro blanco que emitía un brillo palido, contrastando totalmente con lo lúgubre de aquella escena. Ninguno de los dos se movió en cuanto se acercó, ni se inmuto de alguna manera de su presencia; incluso estaba seguro de no haberlos visto siquiera mover los ojos tan solo miraban al horizonte como si esperaran a un invitado restante a aquella fiesta maldita.

Dirigió su atención al cajón y noto que no tenía tapa, y por dentro estaba vacío esperando que algún incauto se sintiera atraído hacia los tiernos brazos de la muerte. La Salamanca se le vino a la mente y la voz de su vieja retumbo en su cabeza “tenes que ir con cuidado por los cerros”, pero ya era tarde. La pierna se le había muerto en el instante en que había dado el primer paso y la mano le temblaba de tal manera que hizo que soltara el machete y no pudiera llegar a la navaja del cinturón. Las fieras de repente se pararon en sus cuatro patas y aun sin emitir ruido alguna mostraron los dientes blancos y perfectos mientras sus ojos se teñían de un rojo carmesí.

El hombre que antes había estado asustado ahora le devolvía la vista vacía desde fuera del cajón, para luego desplomarse bruscamente al suelo. Sintió la opresión en el pecho que le asfixiaba y un grito que no pudo salir al aire. Con un movimiento de zarpas los perros cubrieron el ataúd con la tapa que antes no estaba y desesperado escucho el ruido de cierre que le dio sentencia.

Y luego llego la oscuridad.

 

 

 




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