Con el paso de los días, la situación solo empeoró. Daniel intentaba evitar los espejos de la casa, pero era imposible. Siempre estaban allí, reflejando su imagen. O al menos, eso intentaban aparentar. Pronto notó que los reflejos ya no imitaban sus movimientos con precisión. Al cruzar frente a un espejo, su imagen se quedaba atrás, como si lo estuviera observando a distancia. A veces, cuando se detenía a mirar, su reflejo seguía en movimiento, como si tuviera vida propia.
El día más aterrador fue cuando vio a su reflejo en el espejo del vestíbulo, pero esta vez no estaba parado en el mismo lugar que él. Su reflejo estaba de pie al final del pasillo, observándolo desde lejos. Daniel cerró los ojos y respiró hondo, pensando que se estaba volviendo loco. Pero cuando volvió a mirar, su reflejo seguía allí, inmóvil, sonriendo desde la distancia.
Una noche, escuchó un ruido en el vestíbulo. Bajó las escaleras con el corazón latiendo fuerte en su pecho. Allí, frente al gran espejo, estaba su reflejo, observándolo directamente, pero no imitaba sus movimientos. Daniel se acercó con cautela, pero la figura no se movió. Fue entonces cuando lo entendió: su reflejo había tomado el control. Estaba atrapado en el espejo.
Corrió hacia el cristal, golpeándolo con desesperación, pero era inútil. Su reflejo lo miró desde el otro lado, con una sonrisa de satisfacción, antes de dar media vuelta y salir de la casa. Daniel estaba atrapado, prisionero en su propio reflejo.
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Unos meses después, la mansión fue vendida a una joven pareja que buscaba un lugar para empezar su vida juntos. Al entrar, lo primero que vieron fue el gran espejo en el vestíbulo. Mientras se acomodaban, el esposo se detuvo frente al espejo y bromeó:
"Espero que no me mire mal."
Detrás del cristal, Daniel gritaba, pero su voz nunca sería escuchada.