Los Diarios de Mi Padre

Capítulo 1 - Luto

Mi corazón está de luto.

Nunca pensé que entrar en un espacio tan familiar podría causarme un dolor físico tan intenso, pero es justo lo que estoy experimentando en este momento. Es difícil avanzar y cada respiración es más laboriosa y exigente que la anterior. Mis ojos arden, mi nariz está constipada y hace un buen rato que me rendí en mis intentos inútiles por secar el llanto de mis mejillas irritadas, producto de todas las veces que enjugué las lágrimas apesadumbradas con el dorso de mi mano.

Afuera, la nieve cae en toneladas, pintando todo de un blanco perlado. El cielo decembrino está gris y nublado, un reflejo del tormento que me doblega como un saco de piedras gigantes atado en mi espalda. En contraste, la casa está cálida, la calefacción rugiendo como el vientre de un dragón enojado, prohibiendo que el aire gélido nos congele. Las luces navideñas en los tejados parpadean sin cesar y, en el viaje de regreso, la vista de autos colmados con regalos o numerosas familias sonrientes, rebosantes de alegría, me dieron duras bofetadas en la cara.

El traje que llevo de repente equivale a una camisa de fuerza, así que aflojo un poco la corbata y abro los dos primeros botones, sólo para que la saliva no se acumule demasiado en mi boca y pueda tratar de tragar el enorme bulto que se ha formado en mi garganta. No funciona, así que no me queda otra opción que aguantar la nueva incomodidad con resignación. No he comido adecuadamente desde que todo este infierno comenzó, hace… ¿Dos semanas? No puedo recordarlo con exactitud, aunque mi estómago vacío no se ha quejado.

Tal vez cuando me suba en una balanza, descubra que he perdido algunos kilos. Desearía que eso fuera lo único que me ha sido arrebatado, pero la verdad es muy distinta, la realidad es mucho más deprimente. Este año para mí estuvo saturado de pruebas agotadoras, no del tipo que debes superar para convertirte en una versión reformada de ti mismo, sino de aquellas que te despedazan, sin esperanza de poder recuperarte de los golpes fulminantes, el miedo carcomiente, el estrés consumidor y la tristeza implacable. Decir que fue insoportable sería el eufemismo del milenio.

Sin embargo, no pude desmoronarme. No estaba solo, aquellos que dependían de mí me necesitaban entero, sin las enormes grietas en mi armadura que, por las noches, en el aislamiento de un dormitorio oscuro, podía aceptar hasta que la energía se drenaba de mi cuerpo y no quedaba nada más que un bulto de extremidades inertes en el medio de una cama desordenada, la almohada empapada debido al llanto silencioso. Cuando la mañana se filtraba por la ventana, me levantaba para repetir todo el proceso y lo estaba haciendo bien, pero hoy fue particularmente aplastante.

No pude disimular ni aunque me estuvieran apuntando con un arma en la sien.

—No creo poder hacer esto, Javier — mi hermana, Emily, me confiesa en un susurro tembloroso que me rompe más por dentro —. Sé lo que acordamos, pero…

No pudo terminar la frase a causa del doloroso sollozo que brotó de sus labios cuarteados ligeramente separados. Entiendo a lo que se refiere, pero pensé que sería lo mejor enfrentar esto de inmediato, en vez de aplazarlo incesantemente, con excusas que ambos sabríamos serían precisamente eso: justificaciones fundadas en base a la cobardía y el desconsuelo. Aprieto su mano, sus dedos más largos y delgados que los míos, su piel más clara está fría al tacto y tomo una profunda inhalación antes de responderle.

—Tenemos que hacerlo, Em — le recuerdo y su encogimiento desalentado no me pasa desapercibido —. Reuniremos lo que se pueda donar, tal como ellos querían y el resto será empacado.

—Realmente se fueron, ¿cierto? — cuando conecto mi mirada con la suya, me devuelve la misma cantidad de sufrimiento y pena que cargo encima —. ¿No es una horrible pesadilla de la cual no puedo despertar?

La pregunta sale como una súplica y si ella supiera que es como si me apuñalara en las tripas con un cuchillo sin filo y oxidado, quizá tendría un gramo más de prudencia para ocultar sus malditas emociones penetrantes. De acuerdo, eso no fue justo. La amargura, la falta de sueño y lo inaceptable e inmerecida que es toda esta jodida situación me están haciendo reaccionar con irracionalidad. Ella no tiene la culpa, de hecho, nadie la tiene, por más que a mi mente le cueste aprobarlo. Fueron circunstancias que se escapaban de nuestras manos, dejándonos desprevenidos e indefensos. Completamente roto se acerca más a cómo me estoy sintiendo.

—Vamos — por el bien de ambos, ignoro su pregunta, de lo contrario estaremos atascados en el mismo lugar por lo que resta de este día funesto.

La habitación de mis padres está intacta. La cama en el costado derecho está perfectamente arreglada, el edredón con cuadros en tonos azules y grises sin una arruga, cuatro almohadas apiladas en la parte superior, el grueso marco de madera pulida brillante por una capa de limpiador. No hay ni un calcetín suelto en el piso. El tocador blanco en la esquina izquierda sigue surtido con colonias de diferentes tamaños y colores, cremas con nombres que no puedo leer sin confundirme, un par de cepillos y un gran espejo en la cima enmarcado por bombillas, como esos que utilizan las estrellas de cine.

El pequeño banco de cuero blanco escondido debajo. Al lado del umbral, la sencilla mecedora tiene varios pantalones de chándal prolijamente doblados en el respaldo, con anturios rojos* sobre estantes flanqueándola. Las paredes tienen cuadros de artistas que jamás me interesó conocer, paisajes distorsionados, siluetas negras de perfiles humanos y una que siempre me causó escalofríos: una mujer joven, alrededor de los veinte, de pelo castaño cayendo en ondas por su rostro perfilado, con abundantes gotas transparentes rodando por sus mejillas ruborizadas, una mueca de lamento y los labios de un escarlata vivo.



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En el texto hay: superacion, drama, perdida

Editado: 21.06.2023

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