Em encontró el primer diario.
No fue difícil, estaba en el fondo de la pila de cuadernos en la caja más vieja, la carátula visiblemente más deteriorada en contraste con los demás. Las hojas no están planas o uniformes, muchas tienen un color amarillento o rasgaduras en las esquinas, lo que imagino se debe a las incontables veces que fueron manipuladas. Tal vez nuestro padre repasó sus memorias, quizá Christian leyó también, agregando ciertos detalles, probablemente desde su perspectiva, que la mente brumosa de David, debido a las secuelas del accidente, era incapaz de completar.
Me lo entrega y lo sostengo como si estuviera hecho de cristal, acariciando, casi absorto, la superficie abollada y frágil con la yema de mis dedos, el patrón en blanco y negro que hace mucho perdió el brillo de imprenta es un reflejo de las emociones que llevo por dentro en este momento. Desde hace meses, en realidad. El silencio entre los dos no es incómodo, pero sí doloroso. No tengo idea de lo que nos espera una vez iniciemos este lacerante viaje entre los recuerdos de la vida de mi padre, aunque la esperanza de que al menos nos traiga una pizca de paz, de que nos permita hallar una apertura para sanar un poco el desconsuelo, me empuja a abrirlo y echar un vistazo a la primera página.
David McAllen-Blair.
Es la breve introducción en letra prolija y cursiva. Es como el título de un libro, ya que no hay nada más escrito debajo. Me río, porque incluso aquí mi padre se las arregló para demostrar lo orgulloso que estaba de su matrimonio, subrayando el “Blair”, el apellido de papá. Entonces mi vista se empaña y, antes de que pueda evitarlo, una perla salada se desprende de mis pestañas para resbalar por mi pómulo. Dios, esto es tan, tan desgarrador. Ni siquiera he empezado y ya estoy sollozando, lo cual es algo vergonzoso, si soy honesto. Sin embargo, Emily no opina lo mismo, extendiendo una mano para enjugar la gota con dulzura, sujetando la mía después, entrelazando nuestros dedos.
—Nos turnaremos —aconseja, entendiendo mi estado afectado, quitándome la libreta para posarla en su regazo. Yo asiento, porque formular palabras es imposible, intentando con cada gramo de mi voluntad recomponerme —. Yo leeré este, tú el próximo.
—De acuerdo —murmuro finalmente con voz rasposa luego de unos cuantos minutos, ella siendo paciente, aguardando por mi señal afirmativa para continuar.
—¿Listo? —«No, no creo poder estarlo nunca», es el pensamiento fugaz que cruza por mi mente.
—Sí —contesto a cambio, inhalando hondo y enderezando la espalda, una demostración sutil de fortaleza que no convence a nadie.
—Está bien —ella suspira, desplazándose al siguiente apartado con su mano libre. Y el principio de una historia maravillosa, anteriormente desconocida para nosotros, parte con un:—. Recuerdo...
Cierro los ojos, mentalizándome. La voz ligeramente grave de Emily es reemplazada por la profunda y cautivante de mi padre, como si fuera él quien está sentado a mi lado, relatando su pasado con aquellos llamativos gestos y expresiones tanto bromistas como encantadoras. Mi corazón extrañamente está nivelado, bombeando con calma, incluso cuando la anticipación recorre mis venas y ata un nudo en mi estómago.
“Recuerdo… Recuerdo cuando conocí a Christian”.
Sonrío, porque eso es, o era, tan característico de mi padre. Para él, su esposo era un santo, el núcleo de su universo, su roca, su otro pulmón. Pensaba que hasta sus berrinches eran adorables. Debí intuir que omitiría los sucesos de su niñez y adolescencia a favor de otorgarle un puesto en la cima de sus prioridades a papá. Aparentemente, fui un tonto.
“Su familia me había contratado para remodelar la modesta panadería que tenían. Debo admitir que cuando entré, fue como haber sido transportado a los años 1980. Todo era demasiado… viejo.
Las paredes, los estantes, también los utensilios de cocina. Mi nariz se arrugó mientras examinaba la extensión de terreno de 32x34 m2. Fue como haber saltado en una máquina del tiempo y no en el buen sentido.
Pero no fue nada que no pudiera manejar. En realidad, había tenido peores. Eso, por supuesto, no quiere decir que no deseé salir corriendo como un demente por la calle, asustando a los transeúntes hasta que la policía apareciera y me encerraran en un psiquiátrico”.
Em y yo nos reímos, el humor de nuestro padre era épico. Ella me muestra el diario y, adjunto al capítulo, hay un dibujo. Un croquis, para ser más específico. Obviamente no le puedes pedir a un arquitecto simplemente describir las dimensiones y la distribución de un lugar, al menos no a alguien como David McAllen. El bosquejo está borroso debido al largo periodo que duró archivado, aunque todavía se pueden apreciar las referencias.
Las divisiones consistían en una sala de horneado, una de amasado, una bodega, la vitrina de exhibición y una “zona de reunión”, como él la etiquetó. Supongo que se trataba del espacio destinado a que los clientes se concentraran para comer. Las delineaciones de cada área tienen números, medidas. Siempre me asombró la prolijidad y finura con la que mi padre trabajaba, porque hasta un niño comprendería esto.