Los Diarios de Mi Padre

Capítulo 4 - Recuerdo Nuestro Primer Beso

¿Cuándo este agudo e insoportable dolor cesará?

La pregunta da continuas vueltas en mi cabeza mientras estoy desplomado en mi cama, curvado en posición fetal, con la cara enterrada en una almohada para que mi hermana no escuche los gemidos de lamento provocados por mi desconsuelo. Esto se ha convertido en un bucle enfermizo del cual no puedo escapar, contra el cual no puedo luchar. Durante el día, me coloco mi máscara de valentía actuada y fortaleza fracturada. Por las noches, en la tan ansiada soledad, me desmorono y lloro hasta que las lágrimas se secan en mis mejillas y me desmayo por el cansancio.

Excepto que hoy el sueño no me reclama, me evita como a una peste, extendiendo mi inmerecido sufrimiento. En el corto, demasiado corto período de un año, perdí despiadada e injustamente a dos de las personas más importantes, valiosas, de mi vida. La ira reemplaza a la pena tan rápido que me aturde porque, ¿qué diablos hice para ser castigado de semejante manera? No puedo comprenderlo por más que lo intento y eso sólo me enfurece más. Dios, estoy tan agotado. Drenado en cuerpo, mente y alma.

Me siento para alcanzar la caja de pañuelos en la mesa a mi derecha y limpio mi rostro, mis huesos protestando como si fuera un anciano. Afuera, la nieve sigue cayendo con serenidad, pintando todo de un blanco inmaculado, tan cegador que hiere mis retinas sensibles, producto del prolongado llanto. Me levanto, arrastrándome con desgana hacia el baño para tomar una breve e insatisfactoria ducha. Al salir, me visto con otro pantalón de chándal, un suéter grueso de lana, tomo mi teléfono y abro la puerta de mi habitación con cuidado para que las bisagras no rechinen.

No sé qué hora es, pero es bastante tarde. Si Emily está dormida (al menos uno de nosotros todavía podría hacerlo), no quiero despertarla. Enciendo la luz de la cocina y activo la lujosa cafetera que jamás podré costear con mi salario, plantando mi culo en uno de los taburetes. Reviso mis notificaciones, arrepintiéndome cuando la mayoría de ellas son de conocidos o familiares lejanos expresando sus condolencias. Cuando veo el nombre “Charlotte” entre los cientos de avisos, mi pulso se acelera y las ganas impulsivas de arrojar el ofensivo aparato en el triturador del lavadero sobrepasan mi prudencia. Maldición.

Cierro los ojos y me concentro en regular mi respiración. Mi abuela, la madre de David, es una mujer… complicada. Nunca nos hemos llevado bien. Desde que nuestros padres nos adoptaron, ella no ha demostrado nada más que hostilidad y odio pobremente disimulado hacia nosotros. Adam, su esposo, no es un santo tampoco. Al principio pensé que Emily y yo representábamos una amenaza para ellos, siendo niños de padres biológicos desconocidos, posiblemente muertos, que irrumpieron en su impecable y minuciosamente creada burbuja de perfección.

Con el transcurso del tiempo me percaté que estaba equivocado. Seguro, mi actitud en ese entonces dejaba mucho que desear. Era insensato, inmaduro e incluso violento en algunas ocasiones. En mi defensa, era apenas un chiquillo de diez años acostumbrado a pelear con dientes y uñas para proteger las limitadas pertenencias que tenía, mi hermana incluida. Los orfanatos pueden ser lugares peligrosos en donde endurecerse es una necesidad, no una opción. No sabía cuáles eran las intenciones de David y Christian al adoptarnos, así que la sospecha y la desconfianza se convirtieron en mis mejores amigas por los primeros once meses.

Sin embargo, no sólo descubrí que la aparentemente inexplicable aversión de Charlotte y Adam no era únicamente hacia nosotros, sino hacia Christian también. El "enamoramiento irracional" de David (palabras de ellos, no mías) con alguien de “medios modestos” (como tan sutilmente lo manifestaron) era inaceptable y el hecho de que fuera un hombre, de entre todas las cosas, era inconcebible e imperdonable. La homofobia o el rencor hacia los homosexuales fueron conceptos que aprendí desde temprana edad. Yo soy heterosexual, pero términos como marica, mariposa, chupa vergas y afeminado eran comúnmente utilizados como insultos entre los chicos del orfanato.

Mis abuelos probablemente tenían la ridícula ilusión de que el “capricho” de mi padre por Christian fuera pasajero, lo suficientemente frágil y efímero para no tener que preocuparse. Para su enorme decepción e indignación, no lo fue. No asistieron a la boda y el acontecimiento de nuestra adopción fue la última declaración pública de David ante ellos. Eso, por supuesto, no impidió que siguieran flotando como buitres, babeando sobre la decente fortuna que nuestros padres acumularon con sus trabajos. Los pedazos de mierda no sienten amor sincero ni consideración desinteresada por nadie.

Con razón papá los despreciaba. Me acuerdo que luego de una angustiante e increíblemente tensa cena con mis abuelos, dónde comentarios pasivo-agresivos fueron disparados en todas direcciones, especialmente dirigidos hacia Em y a mí, Christian nos condujo a su habitación, cerrando con tanta fuerza la puerta que las ventanas temblaron. David, precavido y sabio, supo que debía mantenerse fuera de esa conversación a menos que quisiera obtener un trauma testicular, cortesía del pie bien entrenado de papá. Agitar sus plumas cuando estaba tan enojado nunca fue aconsejable.

Yo tenía apenas quince años, un adolescente impresionable y con un pasado que normalmente me forzaba, consciente o involuntariamente, a desestimar sentimientos y emociones, negativos o positivos. Pero sus vehementes palabras se quedaron conmigo. Porque ellos nos escogieron como su familia, sí, pero eso no significó que la carencia de lazos sanguíneos se impusiera como una barrera para todo aquel amor puro, honesto, inagotable y extraordinario que ellos depositaron en nosotros.



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En el texto hay: superacion, drama, perdida

Editado: 21.06.2023

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