Los Diarios de Mi Padre

Capítulo 10 - Recuerdo el Accidente

“El dolor fue lo primero que registré cuando lo abrí los ojos, tumbado en esa incómoda camilla en el hospital con tantas vendas cubriendo mi cuerpo que apenas unos trozos de mi piel eran visibles.

Era enloquecedor. La rigidez en mis músculos por la inactividad del coma activando punzadas castigadoras con cada mínimo movimiento en mis huesos destrozados, poco a poco recuperándose del trauma, de la colisión violenta y calamitosa entre mi vehículo y aquel camión con el conductor imprudente.

Estaba solo, lo que hizo quedarme quieto en esa habitación con olor a desinfectante, medicamentos y enfermedad una tarea complicada, porque deseaba estar con mi familia. En los cortos lapsos en los que podía mantener la consciencia preguntaba una y otra vez: ‘¿dónde está mi esposo?’, ‘¿dónde están mis hijos?’. Porque no comprendía su ausencia y sufría con más ahínco cuando era ignorado, cuando nadie me contestaba, las enfermeras y doctores con rostros que no puedo distinguir inyectando anestésicos y somníferos en la vía intravenosa conectada a mi brazo para evitar lidiar con mi búsqueda de respuestas, arrastrándome de vuelta a un desfallecimiento involuntario.

Pero fue un proceso que repetí con terquedad insistente hasta que, finalmente, alguien se dignó en ofrecerme el alivio que con tanta desesperación ansiaba días después. Porque la aflicción física era soportable, la incertidumbre y el malestar por desconocer el estado de mis seres queridos no lo eran.

Alguien a quien no he podido recordar por más que me sumerjo en mis memorias, explorando con propósito deliberado en los almacenes de datos en mi cerebro sin éxito, aunque estoy seguro que se trataba de un hombre, me susurró con calma reconfortante:

“Están esperando que se les conceda el acceso, señor McAllen. Su condición es delicada, por eso no pueden estar por más de unos escasos minutos aquí. Desafortunadamente, ha sido mientras usted estaba dormido”.

Sus palabras fueron pronunciadas con apuro, como si temiera ser descubierto o reprendido, pero le devolví una gratitud que sentí desde el centro de mi alma por su amable gesto. Eso, por supuesto, no implicó que me inundara con súbita paciencia como por arte de magia. La ansiedad me consumía, me ponía inquieto y alterado, lo que revitalizaba el padecimiento abrumador y extenuante del cual era una víctima, un esclavo.

Sin embargo, estaba claro que no tenía otra opción. No podía levantarme, ya que mis piernas estaban enfundadas por gruesas y tiesas escayolas con largos, horripilantes e intimidantes tornillos asomándose por todos los costados. La derecha hasta la rodilla, la izquierda hasta la mitad superior del muslo. Mi torso era un horno abrasador de agonía, hundido por las cuatro costillas que tenía fracturadas y cada respiración era una batalla de resistencia, una lucha por mi supervivencia, porque mi pulmón también se había perforado.

Y las jaquecas.

Dios, eran tan potentes e intensas que me dejaban débil como un cachorro recién nacido, mis glóbulos oculares hipersensibles amenazando con explotar detrás de mis párpados hinchados y magullados. Pero a pesar del desafío que representaba para mí estar así de incapacitado, moribundo y a merced de anónimos sin empatía, estaba vivo. Y tenía que continuar así, porque nada añoraba más que reunirme con Christian, con Javier y Emily.

Lo que sucedió una eternidad más tarde (al menos así fue como lo percibí), cuando el tratamiento por fin estaba funcionando y podía permanecer espabilado por más de unos desagradables, solitarios y silenciosos segundos.

Verlos entrar fue como presenciar el descenso de ángeles desde el cielo, incluso si sus expresiones estaban deformadas con preocupación y alarma. Christian se mantuvo al margen entretanto mis hijos me saludaban, con lágrimas de consuelo y alegría empañando sus mejillas, abrazándome con cautela de no tropezar con las heridas y contusiones desfigurando mi cuerpo maltratado.

‘Te extrañé tanto, padre’. Javier había murmurado con ahogo en mi oído, besando con ternura mi sien.

‘Voy a demandar a ese hijo de puta’. Emily había declarado con convicción, enjugando sus pestañas húmedas con cuidado de no estropear su impecable maquillaje. ‘El cabrón no tuvo ni un pequeño rasguño, mientras que tú… tú…’.

No pudo concluir, ya que se desmoronó en una renovada ronda de sollozos e hipos constipados. Tenerlos conmigo fue un bálsamo refrescante para mi corazón con abstinencia forzada de cariño y afecto. Los sostuve contra mí lo mejor que pude por extensos momentos, sin importarme un carajo la tortura corporal que la misión ejerció sobre mi posición desventajosa, pero los necesitaba y absorbí el amor que tan libremente me ofrecieron como un náufrago extraviado en un mar interminable, eterno.

Y entonces fue el turno de Christian.

Mi amor acarició con suavidad mi frente, apartando los mechones sucios, grasosos y ensangrentados de mi cabello con una sutileza que me arropó con cálidos estremecimientos, mirándome con una adoración reflejada en sus ojos verdes tan preciosos que dudé merecer, pero que recibí y le regresé con la misma magnitud, transmitiendo sin voz los sentimientos que le pertenecían y siguen perteneciéndole sólo a él.

‘Tremendo susto me diste, idiota’. Me reí, arrepintiéndome de inmediato cuando olas de suplicio con fuerza restaurada me sacudieron, haciéndome gruñir, retorcerme y aguardar, con el ceño fruncido y mis dedos apretando con brusquedad las sábanas ásperas, a que el tormento menguara. Cuando el dolor pasó a ser una pulsación apagada otra vez, como un segundo latido, Christian estaba ahí para mí, dulce y sereno. ‘No vuelvas a hacerme esto, ¿de acuerdo? No tienes permitido morir antes que yo, David. Te lo prohíbo’.



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En el texto hay: superacion, drama, perdida

Editado: 21.06.2023

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