—Todo está en orden, Javier. Las indicaciones en ambos testamentos son claras y concretas.
Matteo Andreotti, el abogado de nuestra familia, asegura con tranquilidad, una plácida sonrisa estirando las comisuras de sus labios y sus manos cruzadas con énfasis encima de su costoso escritorio y del papeleo que le suministré hace diez minutos cuando entré en su oficina. Con iris café oscuros detrás de gafas con montura fina de metal, piel canela, cabello sal y pimienta que se extiende hasta su bigote espeso y una perpetua expresión relajada, nadie pensaría que el hombre es una bestia implacable en su trabajo. Pero lo es, una de las razones que convenció a Christian para contratarlo; sus raíces italianas también fueron un extra, aunque mi padre lo negó todas las veces que agité sus plumas para obligarlo a confesar.
Y a pesar de que sus palabras son reconfortantes… odio estar aquí. Detesto que la codicia enfermiza y desleal de Charlotte y Adam me haya empujado a revisar los últimos requisitos de mis padres porque siento que estoy profanando, de una forma incomprensible e ilógica, sus memorias, sus cuerpos enterrados debajo de montones de tierra frígida y fúnebre. Es como si no les estuviera permitiendo descansar como lo merecen, escarbando en sus solicitudes para detectar, en contra de mi voluntad, alguna incongruencia que evite la realización de sus deseos impresos con precisión quirúrgica, cuestionando sus decisiones y posturas sólo porque el amor que compartían era inconcebible para algunos.
Cuando, para mí, ese amor era, es y siempre será lo más puro que he tenido la dicha de conocer desde el instante que nos adoptaron, desde el instante en que nos incluyeron en su mundo repleto de maravillosas anécdotas y calidez inagotable. No es correcto, maldita sea.
—¿Entonces la demanda con la que me han estado amenazando desde el funeral de David no tiene fundamentos? —insisto para tener la completa certeza y no tener que preocuparme en vano.
—No. Como ya te lo expliqué, tanto Christian como David fueron precisos y resueltos; no hay ningún truco, error o letras pequeñas que puedan poner en peligro a cualquiera de sus condiciones. Te lo juro, Javier, no hay absolutamente nada que Adam y Charlotte puedan hacer para violar el legado de tus padres —Matteo garantiza con firmeza y suspiro con alivio, porque esa es la mejor noticia que he escuchado en meses.
—Genial —sonrío, el gesto tembloroso y vacilante en mis labios resecos. Me dispongo a marcharme, inclinándome hacia adelante para ponerme de pie, pero Matteo me detiene con una pregunta que, desde la muerte de papá, he sido incapaz de responder con la verdad.
—¿Cómo estás? —cierro mis párpados por un segundo, aplastando la punzada de dolor que me perfora un pulmón con nada más que las onzas de determinación y fortaleza que todavía habitan dentro de mí, observándole con reticencia una vez tengo éxito.
—Vivo —me río sin ganas, con la intención de que sonara como una broma, pero Matteo no luce entretenido. Sus ojos se mantienen serios, evaluándome con una tenacidad que eriza los vellos de mi piel, porque siento como si estuviera diseccionándome, analizando mi interior con testarudez y minuciosidad para comprobar, lo quiera o no, si estoy siendo honesto. Un escalofrío azota mi espalda con crueldad, forzándome a admitir a regañadientes—. Aún estoy tratando de procesar la ausencia de mis padres, así que no, no estoy bien. Me cuesta diferenciar si estoy despierto la mitad del tiempo, anhelando estar sumergido en una alucinación súper realista que me imposibilita regresar a la superficie, a un mundo donde mis padres están sanos y con vida. En la otra mitad estoy ahogándome con emociones que no sé cómo asimilar, porque nunca había experimentado algo tan devastador y nadie te prepara para manejar la muerte de alguien que amas con tanta fuerza que tu corazón empieza a latir por ellos, no por ti.
Matteo se queda callado por un extenso momento, tal vez intentando digerir mi desgarradora declaración, uno que no he podido revelarle a Emily o a mis abuelos, porque agregar más carga a su tristeza, a la prisión de sufrimiento a la que todos fuimos condenados, es una perspectiva que me produce náuseas. Ya tienen suficiente, que contribuya en empeorar su aflicción es innecesario y francamente despiadado. Me sobresalto cuando Matteo se levanta de repente para dirigirse a mi lado, donde se agacha para estar a mi nivel y me sorprende la cantidad de empatía, afecto y melancolía que su mirada me devuelve, cristalina por las lágrimas no derramadas.
—Tus padres fueron personas maravillosas, Javier. Eran mis amigos, más Christian que David, pero ambos dejaron su huella imborrable en mí —ahora soy yo quien está a punto de llorar, mi garganta comprimiéndose y mi visión empañándose—. Sé que no hay consuelo para algo tan demoledor, nada que pueda suavizar el impacto, en especial porque sus partidas sucedieron en un lapso tan corto, pero por favor créeme, ellos tampoco querían dejarles.
—No es justo —sollozo; no tengo idea a dónde quiere llegar con eso, pero si apaciguarme era lo que quería lograr, está fallando.
—No, no lo es. Sin embargo, es irreversible —añade con contundencia, una especie retorcida de terapia de shock que me esfuerzo por soportar, porque no es lo que quiero oír. Aunque es inevitable, tanto él como yo estamos al tanto de ello. Su inflexibilidad y crudeza, pese a que son concienzudas y amables en sus propósitos, causan que me acuerde de Christian—. Lo único que podemos hacer ahora es extrañarles, pero honrando sus historias, sus triunfos, el efecto positivo que tuvieron en nosotros y atesorar, con cariño y no con censura, con renuencia o rencor por la miseria que eso nos pueda ocasionar, sus recuerdos. Y eso, Javier, cuando estés listo, es lo que traerá paz y puedas, por fin, hacer las paces contigo mismo.