El sonido constante de las máquinas de monitoreo, el suave pitido que marcaba cada segundo de vida, siempre estaba presente en la habitación. Adriana lo conocía bien, ya que pasaba horas al lado de sus pacientes, observando, tratando de minimizar el dolor de aquellos a quienes la vida les jugaba una cruel partida.
Aquella mañana no era diferente, o al menos no lo parecía al principio. Pero cuando entró en la sala 303, se encontró con algo que la detuvo por un instante. Liam Blackwell estaba sentado en la cama, mirando por la ventana, como si tratara de capturar algo que el mundo exterior le ofrecía, algo que, quizás, ni él entendía.
—Buenos días, señor Blackwell —dijo Adriana, alzando la voz de manera suave, sin demasiada esperanza de una respuesta.
Liam no la miró de inmediato. En su lugar, dejó que el silencio se alargara entre ellos, como si quisiera medir la distancia que los separaba. Solo entonces giró la cabeza, y sus ojos, de un verde profundo, la recorrieron como si la estuviera evaluando. Fue solo un segundo, pero ese segundo estuvo cargado de una tensión inexplicable.
—Adriana —dijo su nombre de forma lenta, como si fuera un susurro o un eco, un sonido que no salía de su boca tan fácilmente. No le costó reconocer su voz: era cálida, pero grave, como un suspiro al final del día.
Ella asintió, sorprendida por el hecho de que él había recordado su nombre. Generalmente, los pacientes en estado como el suyo —en las últimas etapas de una enfermedad terminal— no estaban tan atentos a los detalles. Pero Liam no era como los demás. Ella lo sabía desde el primer momento en que lo conoció.
Se acercó a la mesa donde reposaba el historial médico y comenzó a leerlo en voz baja, sin apartar la mirada de Liam. Sus ojos seguían fijos en ella, como si esperaran una señal. Un gesto. Algo. Pero no era tan fácil.
—¿Cómo te sientes hoy? —preguntó, sin esperar que la respuesta fuera alegre. Sabía lo que estaba pasando con él, el cáncer lo devoraba por dentro, su cuerpo ya no era suyo.
—¿Qué se supone que debo sentir? —respondió él con una sonrisa que no llegaba a los ojos, una sonrisa que reflejaba todo el dolor y la derrota acumulados en los últimos meses. Su voz se quebró un poco. —¿Me siento como el hombre que va a morir hoy? O... ¿me siento como el que se niega a aceptar que está a punto de perder todo lo que alguna vez quiso?
Adriana sintió el peso de esas palabras. La verdad dolorosa flotaba en el aire. La pregunta era más una declaración, un grito interno. Y a pesar de que su trabajo era ayudar, no podía evitar sentir la misma angustia que emanaba de él.
—No todo está perdido —dijo, intentando dar consuelo, aunque sus palabras sonaban vacías. Sabía que había poco que se pudiera hacer más allá de mantenerlo cómodo. Pero no se atrevería a decírselo de esa manera.
Liam suspiró, mirando al frente nuevamente. Luego, en un gesto inesperado, levantó la mano y tocó la palma de su mano en el aire como si estuviera tocando algo invisible, algo que solo él podía ver.
—Tal vez no, pero... ¿qué queda cuando la esperanza ya no es suficiente? —sus ojos, antes llenos de desafío, ahora estaban apagados. Un ligero brillo de tristeza se asomó.
Adriana trató de contener el nudo que se formó en su garganta. Cada día, lo veía desgastarse más y más, y aun así, él luchaba por mantener una apariencia de fortaleza. Era imposible no admirar esa resistencia, esa humanidad que persistía a pesar de lo inevitable.
—Queda lo que uno ha vivido —dijo ella, casi sin pensar. Las palabras salieron solas, como una declaración más que una respuesta. —Lo que uno ha tocado. Lo que uno ha amado.
Liam la miró de nuevo, ahora con una intensidad diferente. Un reconocimiento silencioso, como si lo que acababa de decirle hubiera tocado algo dentro de él. Algo que se había quedado dormido, tal vez por miedo, tal vez por dolor.
En ese momento, algo cambió. Un latido se sumó a los demás, un latido en sus corazones que, por un segundo, fue uno solo. No podía explicarlo, pero Adriana sabía que algo había comenzado en ese instante.
Editado: 21.04.2025