Los días que nos quedan

Capítulo 4: Sombra de la Muerte

El sonido de los monitores llenaba la habitación, un pitido intermitente que Adriana había aprendido a ignorar con el tiempo. Pero esa noche, por alguna razón, cada bip parecía más fuerte, más pesado. Era como si el hospital entero respirara de forma entrecortada, como si la muerte misma estuviera recorriendo los pasillos, decidiendo a quién llevarse a continuación.

Adriana caminaba entre las habitaciones con el corazón apretado. Había días en los que se sentía fuerte, en los que podía sonreír y fingir que el dolor no la alcanzaba. Pero había otros días —días como este— en los que la realidad la aplastaba sin piedad.

Esa noche, en el ala de oncología, habían perdido a dos pacientes. Dos vidas que hasta hace unas horas seguían aferradas a la esperanza. Dos nombres que pronto serían olvidados por todos, excepto por sus familias… y por ella. Porque cada pérdida se quedaba con Adriana, como una sombra que se alargaba cada vez más dentro de su pecho.

Cuando llegó a la habitación de Liam, se detuvo por un momento antes de entrar. No quería que él la viera así, con el peso de la muerte reflejado en sus ojos. Pero sabía que Liam era demasiado perceptivo. Podía ver a través de sus silencios, de sus sonrisas forzadas.

Abrió la puerta y lo encontró despierto, con la mirada perdida en el techo. No era la primera vez que lo veía así, pero algo en su expresión esa noche la inquietó.

—Hoy fue un día difícil —dijo ella, cerrando la puerta tras de sí.

Liam giró la cabeza y la observó en silencio. Sus ojos estaban más oscuros que de costumbre, como si también hubiera sentido la presencia de la muerte recorriendo los pasillos.

—¿Quién murió? —preguntó, sin rodeos.

Adriana tragó saliva. No le sorprendía la pregunta. Liam no le tenía miedo a la muerte, al menos no en la forma en que la mayoría lo hacía. La enfrentaba con una especie de resignación, como si ya la hubiera aceptado hace mucho tiempo.

—Un chico de dieciséis años. Y una mujer mayor… su hija estaba con ella cuando sucedió —susurró Adriana, sintiendo que su voz se quebraba.

Liam desvió la mirada, su expresión permaneció impasible, pero ella pudo notar la tensión en su mandíbula.

—No es justo —murmuró él, después de un largo silencio.

Adriana se dejó caer en la silla junto a su cama y dejó escapar un suspiro tembloroso.

—Nunca lo es.

El silencio se instaló entre ellos, pesado, casi insoportable. Adriana sabía que no debía involucrarse tanto, que debía mantener cierta distancia emocional. Se lo habían dicho mil veces: No puedes salvar a todos. No puedes cargar con cada pérdida.

Pero, ¿cómo podía no hacerlo? ¿Cómo podía ver la muerte tan de cerca cada día y seguir adelante como si nada?

—A veces siento que todo esto es una broma cruel —dijo Liam de repente, con la mirada fija en la pared. —Nos dan la vida y luego nos la arrebatan cuando apenas comenzamos a entender cómo vivirla.

Adriana lo observó en silencio. Liam hablaba con una calma que la inquietaba.

—¿Tienes miedo? —preguntó ella, sin pensar.

Liam la miró por un momento antes de esbozar una sonrisa triste.

—No del todo. Creo que lo que más miedo me da… es desaparecer sin haber dejado nada atrás. Que un día la gente se despierte y se olvide de que alguna vez existí.

Adriana sintió que algo dentro de ella se rompía un poco más.

—No creo que alguien como tú pueda ser olvidado —dijo suavemente.

Liam soltó una risa breve, pero sin humor.

—Eso dices ahora… pero en unos años, seré solo un recuerdo borroso.

Adriana quiso responder, decirle que no era cierto, que su vida tenía valor, que había dejado huellas en las personas que lo rodeaban. Pero, ¿cómo hacerlo cuando ella misma se sentía atrapada en la sombra de la muerte?

En ese momento, Liam extendió la mano y tomó la de ella con suavidad. Sus dedos estaban fríos, pero su agarre era firme.

—No dejes que esto te destruya —susurró él, con una seriedad que le heló la sangre.

Adriana sintió un nudo en la garganta.

—¿Cómo se supone que haga eso? —preguntó en voz baja.

Liam apretó su mano con más fuerza, como si quisiera anclarla a la vida, a la realidad, a algo más allá del dolor.

—No lo sé. Pero prométeme que lo intentarás.

Adriana cerró los ojos y asintió, sintiendo cómo las lágrimas ardían en sus párpados.

—Lo intentaré.

Pero en el fondo, no estaba segura de cómo hacerlo.

Y mientras el reloj en la pared marcaba un minuto más de la noche, Adriana se preguntó cuánto tiempo más podría soportar vivir en la sombra de la muerte.




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