El sonido del monitor cardíaco era el único eco en la habitación.
Adriana sostenía la muñeca de Liam con suavidad, contando los latidos que parecían cada vez más débiles.
Su respiración era errática.
Su piel, más pálida que nunca.
Hoy era un mal día.
Uno de esos en los que la enfermedad lo golpeaba con más fuerza, arrastrándolo a la realidad que ambos intentaban ignorar.
—Voy a traerte más analgésicos —susurró ella, soltando su mano con cuidado.
Pero antes de que pudiera moverse, sintió el roce de unos dedos atrapando los suyos.
Su piel estaba helada.
—No… —murmuró Liam con voz ronca.
Adriana se detuvo.
Él tenía los ojos entrecerrados, la respiración pesada.
—Duele —susurró.
Adriana sintió algo quebrarse dentro de ella.
No lo había visto así antes.
Liam siempre disfrazaba el dolor con sonrisas arrogantes y bromas ligeras. Pero hoy, no tenía fuerzas para hacerlo.
Hoy, su cuerpo estaba perdiendo la pelea.
Sin pensarlo, se sentó en el borde de la cama.
—Estoy aquí —dijo, deslizando una mano por su cabello húmedo por el sudor.
Liam cerró los ojos ante el contacto.
—No me dejes solo… —su voz era apenas un susurro.
Adriana sintió un nudo en la garganta.
Ella no podía prometerle eso.
Pero sí podía darle este momento.
Así que en un impulso, sin pensarlo demasiado, se movió con cuidado y lo abrazó.
Lo sintió temblar en sus brazos.
Sintió cómo su respiración se volvió más pausada, más tranquila.
—Está bien —susurró ella, con la barbilla apoyada en su cabello—. Solo respira.
Se quedó así con él, sintiendo su calor, el leve temblor de su cuerpo contra el suyo.
Y entonces, Liam hizo algo que la desarmó por completo.
Se aferró a ella.
Como si temiera que, si la soltaba, desaparecería.
Adriana cerró los ojos.
Porque, en el fondo, ella también tenía miedo de eso.
De que un día lo soltara y ya no estuviera allí para volver a sostenerlo.
Editado: 21.04.2025