El sonido de la lluvia golpeaba las ventanas del hospital con una cadencia melancólica. Desde su cama, Liam observaba cómo las gotas se deslizaban por el vidrio, formando caminos torcidos e impredecibles, como si fueran una metáfora de su vida.
Se sentía atrapado en una tormenta sin salida.
Desde su conversación con Adriana, un vacío se había instalado en su pecho. La distancia que ella imponía era un abismo cada vez más grande, y aunque intentaba convencerse de que lo entendía, de que podía aceptar su decisión, no podía evitar sentirse abandonado.
No la culpaba.
Ella tenía razón.
¿Quién querría entregarle su corazón a un hombre que tenía fecha de caducidad?
—¿No piensas hablarme? —La voz de Adriana lo sacó de sus pensamientos.
Liam giró la cabeza lentamente. No la había oído entrar, pero ahí estaba, de pie junto a la puerta de su habitación, con su bata blanca perfectamente acomodada sobre los hombros y los labios apretados en una línea tensa.
—No sabía que querías que hablara —respondió él con una sonrisa amarga.
Adriana suspiró y cerró la puerta tras ella. Caminó hacia su lado, revisando las máquinas como lo hacía siempre, pero Liam sabía que en realidad no estaba ahí como su doctora.
—Liam... —susurró, como si no supiera por dónde empezar.
—Dime.
Ella tardó en hablar, como si pesara cada palabra antes de soltarla.
—Necesito que hablemos de lo que está pasando contigo —dijo finalmente.
Liam se rio sin humor.
—¿Sobre mi enfermedad? ¿Sobre el hecho de que cada día me acerco más al final? ¿O sobre cómo tú decidiste que era mejor alejarte antes de que llegue ese momento?
Adriana cerró los ojos por un breve instante, como si sus palabras la golpearan físicamente.
—No es así... —murmuró.
—Sí, Adriana. Sí lo es —contestó él, su voz más dura de lo que quería.
Ella lo miró con esos ojos oscuros llenos de culpa, y por primera vez en mucho tiempo, Liam se sintió cansado de fingir. Cansado de poner una sonrisa cuando su mundo se estaba desmoronando.
—¿Sabes cómo es? —preguntó él, su voz apenas un susurro. —¿Sabes cómo es despertarte cada día y preguntarte si será la última vez que verás la luz del sol?
Adriana abrió la boca, pero no dijo nada.
—¿Sabes lo que es tener miedo de dormir porque quizás no despiertes? ¿O escuchar a los médicos susurrando sobre ti en los pasillos, como si ya fueras un caso perdido?
Liam negó con la cabeza, su mandíbula tensa.
—Vivo en un mundo en ruinas, Adriana. Todo a mi alrededor se desmorona, y no hay nada que pueda hacer para detenerlo.
Adriana apretó los labios con fuerza.
—Liam, yo...
—No. —Él negó con la cabeza. —No me digas que lo entiendes, porque no lo haces.
El silencio cayó sobre ellos como un peso insoportable.
Liam desvió la mirada hacia la ventana, observando la lluvia con un nudo en la garganta.
—Solo quería que alguien se quedara —susurró, casi para sí mismo.
Adriana sintió que su pecho se apretaba hasta el punto de doler.
No sabía qué decir.
No sabía cómo reparar el daño que había hecho.
Pero lo único que sabía era que, por más que intentara alejarse, su corazón no dejaba de latir por él.
Y eso era lo que más la aterraba.
Editado: 21.04.2025