La habitación estaba en penumbras. La luz de la lámpara en la mesita de noche apenas iluminaba las sombras en el rostro de Adriana. Se había quedado junto a Liam hasta que él se quedó dormido, pero el insomnio la mantenía atrapada en su propio mundo, en su propia tormenta.
Se abrazó las rodillas y cerró los ojos, pero tan pronto lo hizo, la imagen apareció. Borrosa al principio, pero nítida al instante siguiente.
Sangre.
Cristales rotos en el asfalto.
Unas manos frías aferrándose a las suyas.
El sonido de una ambulancia rompiendo el silencio de la noche.
Y su propio llanto desgarrándole el alma.
—No… —susurró, apretando los ojos con fuerza, pero los recuerdos no se disiparon.
Era curioso cómo la mente podía enterrar algunos recuerdos hasta que algo, un detalle insignificante, los despertaba sin piedad. Y Liam había sido ese detonante. Su enfermedad, su fragilidad, su manera de luchar contra lo inevitable. Todo eso le recordaba a Samuel.
A la persona que una vez amó.
A la persona que una vez perdió.
Adriana dejó caer la cabeza sobre sus rodillas y se permitió llorar en silencio. No lo hacía a menudo. Se había prometido a sí misma que nunca más volvería a amar de esa manera, que nunca más se permitiría sentir ese dolor.
Porque cuando uno ama, también está firmando un contrato con el sufrimiento.
La puerta se abrió ligeramente y ella levantó la mirada de golpe, secándose las lágrimas apresuradamente.
Era Liam.
Descalzo, con el suéter demasiado grande colgando de su cuerpo cada vez más delgado.
—Te vi salir —murmuró con voz ronca—. No estabas en la habitación y…
Adriana intentó sonreír, pero el nudo en su garganta lo hizo imposible.
—Solo necesitaba un poco de aire.
Liam se quedó en la puerta, observándola con esa mirada que lo veía todo. Esa mirada que la desarmaba.
—Estás llorando.
Ella negó rápidamente.
—No es nada.
—Eres una mala mentirosa, Adriana.
Se sentó junto a ella en el sofá, dejando apenas un espacio entre ambos. Adriana podía sentir su calor, su respiración aún un poco entrecortada.
—¿Quieres hablar de eso? —preguntó con suavidad.
Adriana tragó saliva. Una parte de ella quería decir que no, que era mejor dejar los fantasmas del pasado donde estaban. Pero otra parte, una parte herida y cansada, quería compartir ese dolor con alguien.
—Hace años… perdí a alguien —susurró.
Liam no la presionó. Solo esperó.
—Samuel era mi novio. Llevábamos tres años juntos cuando… cuando ocurrió el accidente.
Las palabras le quemaban en la garganta, pero ya no había vuelta atrás.
—Íbamos en su coche. Era de noche, había llovido… y el otro conductor no nos vio.
Se le quebró la voz. Liam tomó su mano, entrelazando sus dedos con los suyos.
—Él murió en el hospital. Yo… yo estaba con él cuando exhaló su último aliento.
Liam bajó la mirada.
—Lo siento.
—No quiero que lo sientas. —Adriana sacudió la cabeza—. Solo… quiero que entiendas por qué me cuesta tanto esto.
Liam apretó suavemente su mano.
—Tienes miedo de perder otra vez.
Adriana cerró los ojos.
—No sé si podría sobrevivir a otra pérdida así.
El silencio se instaló entre ambos. Y entonces, con voz baja, casi un susurro, Liam habló:
—Adriana… me perderás.
Ella sintió que su corazón se detenía.
—Liam…
—No quiero engañarte. No quiero que construyas esperanzas donde no las hay.
Ella soltó una risa amarga.
—¿Crees que no lo sé? ¿Crees que no lo pienso cada maldita noche?
Liam desvió la mirada.
—Entonces, ¿por qué sigues aquí?
Adriana se inclinó hacia él, sus labios rozando su frente con una ternura infinita.
—Porque aunque el final ya esté escrito, no cambiaría ni un solo segundo de lo que tenemos ahora.
Liam cerró los ojos. Adriana también.
Y por primera vez en años, dejó que el amor y el miedo convivieran dentro de ella.
Porque amar a Liam era condenarse a la pérdida, sí.
Pero no amarlo sería condenarse a la nada.
Editado: 21.04.2025