Los días que nos quedan

Capítulo 17: El Dolor en la Esperanza

Los días pasaban con la cruel indiferencia de siempre, pero para Liam y Adriana, cada uno de ellos se volvía un pequeño tesoro y, al mismo tiempo, un recordatorio implacable de lo que estaba por venir.

El amanecer traía consigo el sonido de los pájaros y el aroma a café que se filtraba por los pasillos del hospital. Adriana llegaba temprano, revisaba expedientes, hablaba con los otros médicos, pero su mente siempre terminaba en el mismo lugar: Liam.

Y la verdad que ninguno de los dos quería decir en voz alta.

Su enfermedad estaba avanzando.

Se notaba en la forma en que sus manos temblaban más a menudo, en cómo el color de su piel se volvía más pálido, en el peso que poco a poco iba perdiendo. Pero lo peor de todo no era lo físico.

Era el cansancio en su mirada.

Esa sombra en sus ojos que gritaba lo que su boca no decía.

—No quiero morir aún.

Adriana sostenía sus informes entre las manos, pero no los leía. Afuera, la lluvia golpeaba contra las ventanas con un ritmo pausado y melancólico. Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor de las hojas.

Sabía que la esperanza era un arma de doble filo.

Pero no podía evitar tenerla.

—Adriana.

Su corazón saltó en su pecho al escuchar la voz de Liam detrás de ella. Se giró y lo vio apoyado en la puerta, con una pequeña sonrisa que intentaba ocultar su agotamiento.

—¿Cómo te sientes hoy? —preguntó ella, dejando los informes a un lado y acercándose.

—Como un tipo que quiere escaparse del hospital por un día.

Adriana frunció el ceño.

—Sabes que no puedes…

—Por favor. —Liam tomó su mano. Su piel estaba fría, pero su mirada ardía con una súplica genuina—. Solo por hoy.

El “no” estaba en la punta de su lengua, pero la forma en que él la miraba la desarmó por completo.

Y fue así como, minutos después, ambos estaban en el estacionamiento del hospital, dentro de un viejo auto que Adriana apenas usaba.

—¿A dónde vamos? —preguntó ella, encendiendo el motor.

Liam sonrió, girando su rostro hacia la ventana, donde la lluvia había dejado un leve rocío sobre el vidrio.

—A donde el día nos lleve.

La ciudad se deslizaba ante sus ojos, un reflejo de vida que seguía su curso sin detenerse, sin preocuparse por el tiempo que él tenía o no tenía.

Adriana conducía en silencio, dejando que el ruido del motor y la suave música en la radio llenaran el vacío entre ellos.

—¿Alguna vez pensaste en cómo sería tu futuro? —preguntó Liam de repente, con la mirada perdida en el paisaje.

Adriana apretó el volante.

—Sí.

—¿Y cómo era?

Ella suspiró.

—Diferente a esto.

Liam rió, pero no había alegría en su risa.

—Lo entiendo. Yo también pensaba que mi futuro sería distinto.

Adriana lo miró de reojo.

—¿Cómo lo imaginabas?

Él apoyó la cabeza contra el vidrio, exhalando lentamente.

—Con música. Con pinturas. Con una casa llena de colores y pinceles. Con… tiempo.

Las últimas palabras quedaron suspendidas en el aire como un eco doloroso.

Adriana desvió la mirada hacia la carretera.

—Liam…

—No me mires así, Adriana. —Su voz era suave, pero firme—. No quiero que me veas con lástima.

Ella tragó saliva, intentando deshacer el nudo en su garganta.

—No es lástima. Es rabia.

Liam frunció el ceño.

—¿Rabia?

Adriana aceleró un poco más.

—Sí. Rabia porque tú mereces más tiempo. Porque la vida no debería ser tan cruel. Porque yo… —Su voz se quebró—. Porque yo no quiero perderte.

El silencio entre ellos se sintió como un grito.

Liam extendió su mano y la posó sobre la de ella, la que estaba sobre el volante.

—Yo tampoco quiero irme, Adriana. —Susurró—. Pero aquí estamos.

Adriana sintió las lágrimas arder en sus ojos.

—Aquí estamos.

Y aunque el dolor de la realidad les pesara en el pecho, aunque supieran que el tiempo era un enemigo al que no podían vencer, decidieron seguir conduciendo.

Juntos.

Atrapados en una esperanza que, aunque doliera, aún los mantenía de pie.




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