El hospital siempre olía a desinfectante y tristeza.
Adriana caminaba por el pasillo, con los brazos cruzados sobre su pecho, tratando de mantener la compostura. Su mente repetía una y otra vez la melodía que Liam le había cantado la noche anterior. Aquellas palabras se habían quedado tatuadas en su piel, enredadas en sus pensamientos como una espina que no podía arrancar.
Se detuvo frente a la puerta de la habitación 307. Inspiró hondo y exhaló lentamente antes de entrar.
Liam estaba sentado en la cama, con la cabeza apoyada en la ventana, mirando el cielo grisáceo del amanecer. La palidez de su rostro contrastaba con la oscura sombra bajo sus ojos. Respiraba con dificultad, pero aún así sonreía al verla.
—Buenas tardes, doctora.
Ella frunció el ceño.
—Es temprano.
Liam se encogió de hombros, divertido.
—Para mí es tarde. Me desperté hace horas.
Adriana ignoró el nudo en su garganta y revisó su expediente. Su ritmo cardíaco estaba inestable. La enfermedad avanzaba, lenta pero cruel.
—¿Has sentido mareos?
—Algunos. Pero nada grave.
Adriana asintió, aunque sabía que no era cierto. Sus manos temblaban cuando lo examinó, cuando tocó su muñeca para verificar su pulso.
—Tus manos están frías.
Liam bajó la mirada.
—Así es la enfermedad, ¿no?
La dureza de sus palabras la golpeó más de lo que esperaba.
Ella apretó los labios y guardó silencio.
No quería pensar en ello.
No quería aceptar que lo estaba perdiendo.
Pero su cuerpo le recordaba la verdad cada día.
—Adriana.
Su nombre en su boca la hizo estremecer.
Levantó la mirada y encontró esos ojos verdes mirándola con una intensidad devastadora.
—¿Sí?
Liam la observó por un largo momento antes de sonreír.
—Si algún día no me despierto, no llores por mí.
Su corazón se encogió en un puño.
El expediente resbaló de sus manos y cayó al suelo, desparramando los papeles por la habitación. Pero ella no pudo moverse.
No pudo respirar.
Porque Liam estaba hablándole como si ya estuviera preparándose para el final.
—No digas eso —susurró, su voz quebrándose.
—Solo quiero que lo sepas. No quiero que mi muerte te deje en ruinas.
Adriana cerró los ojos con fuerza.
Era demasiado tarde para eso.
Porque su alma ya estaba rota.
Editado: 21.04.2025