Los días que nos quedan

Capítulo 24: Los Pies en la Tierra

Adriana se despertó temprano, como siempre lo hacía. La luz tenue del amanecer se filtraba a través de las cortinas, tocando suavemente su rostro. En su mente, todo parecía estar en su lugar, pero en su corazón, el caos comenzaba a hacer estragos.

En los últimos días, las horas se habían vuelto cada vez más pesadas. Había momentos en los que se sentía atrapada entre dos mundos: el mundo en el que debía ser fuerte, objetiva, la doctora que había sido entrenada para mantener el control, y el mundo en el que su corazón ya no podía ignorar lo que sentía por Liam. La balanza se estaba inclinando demasiado hacia el lado emocional, y eso la aterraba.

Se levantó de la cama con cuidado, intentando no hacer ruido, mientras Liam dormía plácidamente en su lado. Su respiración era suave, su cuerpo débil, pero aún con la luz de la vida en su rostro. Adriana observó por un momento, un nudo formándose en su garganta. Sabía que no podía permitir que sus emociones la desbordaran.

—Tienes que mantener los pies en la tierra, Adriana —se dijo a sí misma, mientras se dirigía hacia el baño.

Miró su reflejo en el espejo. Sus ojos, marcados por las noches de insomnio y los días llenos de incertidumbre, la miraban fijamente. Había cambiado, había pasado de ser una mujer centrada en su carrera y en su vida profesional, a ser alguien que ya no podía esconder el amor que sentía por un paciente que, inevitablemente, se estaba desvaneciendo.

Tomó una respiración profunda y se lavó la cara, el agua fría golpeando su piel como un recordatorio de la necesidad de mantenerse alerta. El tiempo no era su aliado, y ella no podía permitirse caer en la desesperación.

Cuando volvió a la habitación, Liam ya estaba despierto. Su rostro mostraba una pequeña sonrisa al verla.

—Buenos días —dijo él, su voz ronca pero cálida.

—Buenos días —respondió ella, con una pequeña sonrisa que no logró alcanzar sus ojos. Se acercó a él, ayudándolo a sentarse en la cama—. ¿Cómo te sientes hoy?

Liam se encogió de hombros, el cansancio claramente visible en sus ojos.

—Me siento... un poco mejor. Un poco más fuerte.

Adriana le sonrió, aunque por dentro, sus pensamientos se enredaban en un torbellino de sentimientos conflictivos. En su corazón, el amor por él crecía con una fuerza imparable, pero su mente insistía en que debía mantener la distancia, debía ser racional. No podía dejarse arrastrar por el dolor de la situación, porque eso significaría perder el control.

Ella lo miró, tratando de esconder el torrente de emociones que la sacudía.

—Eso es bueno —dijo, sin poder evitar un pequeño destello de esperanza en su voz—. Pero, recuerda, no sobrecargues tu cuerpo. El descanso es importante.

Liam asintió, pero su mirada no se apartaba de la suya. Había una tristeza palpable en esos ojos, una tristeza que Adriana conocía demasiado bien, pero no sabía cómo aliviar.

El silencio se instaló entre ellos, pero no fue incómodo. Era un silencio cargado de entendimiento, de una conexión que había crecido entre ellos a lo largo de los meses, a pesar de las circunstancias.

Adriana tomó una respiración profunda, enfocándose en las cosas prácticas, en lo que podía controlar. Sabía que debía seguir con su día, organizar las medicinas de Liam, revisar su progreso, asegurarse de que todo estuviera en orden.

—Voy a preparar el desayuno —dijo, tratando de desviar su mente hacia algo concreto—. ¿Tienes hambre?

—Un poco —respondió Liam, su voz tranquila pero llena de una fragilidad que lo hacía aún más real, más cercano.

Adriana sonrió nuevamente, aunque su corazón pesaba más que nunca. Era una sonrisa cargada de amor no expresado, de un amor que no debía florecer, pero que lo hacía con cada palabra, con cada mirada.

La cocina estaba en silencio, solo el sonido del agua corriendo y el suave chisporroteo de la sartén llenaban el aire. Adriana movía los ingredientes con una precisión casi mecánica, como si al concentrarse en algo tan mundano, pudiera evitar que sus emociones la arrastraran. Pero, mientras preparaba el desayuno, su mente seguía regresando a él.

Liam.

Ese nombre resonaba en cada rincón de su ser. La forma en que sonreía, la forma en que su voz temblaba cuando se encontraba débil, la forma en que sus manos temblaban cuando intentaba sostener algo. Cada pequeño gesto, cada palabra, se grababa en su memoria como una marca indeleble.

Finalmente, cuando el desayuno estuvo listo, regresó a su lado. Liam estaba reclinado en la cama, observando las paredes con una expresión lejana, como si estuviera tratando de escapar de algo que no podía controlar.

Adriana le llevó el plato a la cama y se sentó junto a él.

—Aquí tienes —dijo con una suavidad que no podía disimular—. Espero que te guste.

Liam sonrió, tomando el tenedor.

—Todo lo que preparas siempre sabe bien. —Se detuvo un momento y la miró—. Gracias, Adriana. Por todo.

Adriana tragó saliva, una ola de emociones la inundó de repente, pero se esforzó por mantener la compostura.

—De nada —respondió con voz suave, mientras su corazón latía más rápido.

Los pies en la tierra. Eso era lo que le decía su mente. Pero con cada día que pasaba, con cada conversación, con cada gesto, Adriana sentía que la distancia entre lo que debía hacer y lo que realmente quería hacer se volvía más difícil de ignorar.

Y a medida que las horas pasaban, y ella seguía cumpliendo su rol, la verdad seguía golpeando en el fondo de su pecho: el amor que sentía por Liam era una fuerza que no podía controlar, una fuerza que la arrastraba sin piedad, sin importar cuánto intentara mantener los pies en la tierra.




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