La habitación estaba silenciosa, tan silenciosa que Adriana podía escuchar el incesante latido de su propio corazón, un ritmo desordenado, agitado. Cada respiración que tomaba parecía vaciarse más, como si el aire se estuviera agotando, llevándose con él la esperanza que tanto había luchado por aferrarse a ella. Liam yacía en su cama, más delgado, su cuerpo consumido por la enfermedad que no mostraba piedad. Y, a su lado, ella, atrapada en una tormenta emocional que ni siquiera sus lágrimas parecían calmar.
El día estaba gris, la lluvia aún caía sin cesar, y todo parecía estar envuelto en una atmósfera de desesperación. Adriana se había acostumbrado a las largas noches sin dormir, a los días que se fundían en una mezcla de momentos de amor y de sufrimiento. Pero ahora, algo en su interior decía que ya no quedaba tiempo. La partida de Liam era inminente, y con ello, su mundo comenzaba a desmoronarse, pieza por pieza.
Se sentó en la silla junto a su cama, mirando cómo Liam, aunque consciente de su presencia, no podía evitar que la muerte lo alcanzara. Su rostro estaba pálido, su respiración irregular, y en sus ojos había una tristeza tan profunda que Adriana temía que fuera la última vez que los miraba con esa intensidad.
Las manos de ella temblaban mientras acariciaba su cabello, tan suave, tan frío. Cada toque se sentía como un adiós. Un adiós que no sabía si estaba lista para dar. Pero ¿cómo despedirse de alguien que había sido la razón de su esperanza, la razón de su alegría? ¿Cómo hacer frente a la realidad de perderlo, sabiendo que su amor había sido tan real, tan inmenso?
Liam abrió los ojos lentamente y la miró, su expresión llena de una melancolía que solo podía provenir del conocimiento de que su tiempo estaba por agotarse.
—Adriana... —susurró con una voz débil, pero aún llena de cariño—. No quiero que me veas así...
El sonido de su voz era tan bajo, tan frágil, que casi le rompía el corazón. Adriana apretó su mano con fuerza, pero las palabras le costaban. Tenía miedo de decir algo que hiciera más real lo que ya era inevitable.
—No tienes que decir nada, Liam —respondió con suavidad, aunque su voz temblaba. —Solo... quédate conmigo un poco más.
Liam sonrió con dificultad, una sonrisa triste, como si intentara aliviar su dolor, pero ella lo vio. Lo vio en su mirada, en sus ojos cerrados que ya no brillaban con la misma intensidad. Era como si su luz estuviera apagándose poco a poco.
—Sé que esto es lo que... lo que tiene que pasar —dijo él, entrecortado, como si las palabras le costaran un esfuerzo que ya no tenía fuerzas para hacer. —Pero no quiero que me olvides. No quiero que nuestro amor se convierta en un suspiro perdido.
Adriana sintió como si una ola de angustia la ahogara. El pensamiento de perderlo era más doloroso que cualquier cosa que hubiera experimentado en su vida. Sin embargo, sabía que las palabras de Liam eran verdad. Su amor había sido tan grande, tan único, que ni la muerte podría borrarlo. Pero eso no lo hacía más fácil de aceptar.
—Nunca te olvidaré, Liam. —Dijo, sin poder contener las lágrimas que caían con fuerza—. No importa lo que pase, te llevaré conmigo siempre, en cada latido de mi corazón.
Él asintió lentamente, su respiración volviéndose más irregular. Adriana lo miraba, pero su mente se sentía aturdida, como si no pudiera procesar lo que estaba ocurriendo. La enfermedad lo había destrozado, y ahora ella estaba enfrentándose a la peor de las pérdidas: la pérdida de su alma gemela, de su compañero.
Un sollozo salió de su garganta, el dolor de perderlo era tan profundo que casi no podía respirar. Cada fibra de su ser quería gritar, quería correr lejos, pero no había lugar adonde ir. La realidad estaba allí, frente a ella, cruel y dolorosa. Él se estaba yendo, y no había nada que pudiera hacer.
—No me dejes, Liam —murmuró, mientras tomaba su rostro entre sus manos. —No puedo... no puedo vivir sin ti.
Liam la miró con esa expresión serena, casi resignada, y con el último suspiro de su fuerza, levantó su mano para acariciar su mejilla.
—No tienes que... vivir sin mí —dijo, su voz ya casi un susurro. —Siempre estaré... dentro de ti. En tu corazón. En tu alma. En cada rincón de tu vida, Adriana.
Las palabras fueron un consuelo, pero también un recordatorio de lo que estaba a punto de suceder. No importaba lo que dijera, no importaba cuánto luchara por aferrarse a él. El tiempo se agotaba.
El monitor a su lado emitió un pitido más agudo, y Adriana, sin poder controlar su dolor, se inclinó sobre él, abrazándolo con todas sus fuerzas. No le importaba que sus lágrimas lo empaparan. No le importaba que la última imagen que tendría de él fuera de su cuerpo frágil, consumido por la enfermedad.
Ella solo quería quedarse allí, en ese momento, como si pudiera detener el tiempo. Pero el tiempo no se detiene por nadie.
La partida de Liam estaba cerca. Y con su partida, su corazón se sentía como una casa vacía, un espacio frío y oscuro.
Pero, aunque no lo supiera todavía, la despedida no sería el final. No para él. No para ella.
El amor que habían compartido se convertiría en algo eterno, un lazo irrompible que viviría más allá de la muerte.
Editado: 21.04.2025