Los días que nos quedan

Capítulo 32: Los Últimos Días

El aire estaba pesado en la habitación. Cada respiración de Liam era una lucha silenciosa, y cada minuto que pasaba parecía marcar el fin de algo hermoso. Adriana lo observaba, sentada al borde de la cama, con el rostro empapado en lágrimas. El sonido del monitor que había sido su constante compañía ya no sonaba con la misma fuerza. Se desvanecía, como la esperanza que ella trataba de sostener.

Había algo irreal en todo esto. Como si la muerte no pudiera realmente alcanzarlo. Como si, a pesar de todo lo que había sufrido, él pudiera resistir. Pero cada vez que miraba sus ojos, esos ojos que solían brillar con vida y alegría, veía cómo se apagaban poco a poco, cómo la enfermedad lo consumía sin piedad.

El sol ya no era tan brillante como antes. La luz del día entraba débilmente por la ventana, llenando la habitación con una calma inquietante. Adriana había perdido la noción del tiempo. ¿Cuántos días habían pasado desde que Liam comenzó a decaer? ¿Cuántas horas había permanecido a su lado, sosteniendo su mano con la esperanza de que un milagro ocurriera? Pero, al igual que los días nublados, esa esperanza también parecía desvanecerse.

Liam se encontraba allí, recostado, tan delgado que su piel parecía casi translúcida. Los medicamentos ya no podían hacer mucho más. Sus fuerzas se estaban agotando, y Adriana lo sabía. Él lo sabía también, aunque nunca lo había dicho en voz alta. El miedo a enfrentar lo inevitable, el miedo a que el tiempo se acabara, les unía más que nunca, pero también los desgarraba lentamente.

“Te amo”, susurró ella, casi sin darse cuenta. La frase se le escapó como un suspiro quebrado. ¿Cuántas veces había dicho esas palabras antes? ¿Cuántas veces había escuchado a Liam responder con una sonrisa? Hoy, esas palabras no tenían respuesta. No en el sentido en que ella las deseaba.

Liam giró su cabeza lentamente hacia ella, sus ojos ya nublados por el cansancio, pero había algo en su mirada que aún irradiaba esa dulzura que la había enamorado. Levantó una mano temblorosa y la posó suavemente sobre la suya, como si quisiera asegurarse de que ella estuviera allí, con él, en sus últimos momentos.

—Yo también te amo, Adriana —susurró con voz rasposa, su aliento agitado. Pero la fuerza detrás de sus palabras era incuestionable, aunque su cuerpo no tuviera la energía para sostenerlas. Era un amor puro, uno que había resistido todos los embates del destino, pero que ahora estaba a punto de enfrentarse a la realidad más cruel de todas: la muerte.

Adriana cerró los ojos y presionó sus labios contra la palma de su mano. No sabía si podría seguir adelante sin él. Él había sido su luz en medio de la oscuridad, su razón para creer nuevamente en el amor, pero ahora el amor la estaba dejando, y con él se desvanecían todas las promesas que habían hecho.

La habitación, antes llena de vida, se sentía cada vez más vacía. Cada movimiento de Liam era lento, doloroso. Adriana mantenía su mano en la suya, no queriendo soltarla, como si con solo aferrarse a él, pudiera evitar que se fuera.

En los últimos días, él no había hablado mucho. La enfermedad lo había dejado en un estado de agotamiento total. Sus palabras habían sido pocas, pero cargadas de un amor tan profundo que Adriana sentía que cada una de ellas quedaba grabada en su corazón, como un tatuaje indestructible.

Adriana había visto cómo Liam luchaba. Había visto su rostro descomponerse en momentos de dolor intenso, cómo sus manos se aferraban a las sábanas con la esperanza de que algo, cualquier cosa, pudiera aliviar su sufrimiento. Pero nada había funcionado. Y ahora, mientras él respiraba pesadamente, ella sabía que todo estaba a punto de terminar.

Esa tarde, al final, Liam comenzó a hablar en susurros, como si las palabras ya no pudieran salir con claridad. Ella se inclinó hacia él, su rostro cerca del suyo, intentando escuchar cada palabra que él decía.

—Prometí... prometí que... nunca te dejaría... —La voz de Liam estaba rota, como si la enfermedad le hubiera arrebatado no solo su fuerza física, sino también la capacidad de hablar con la misma claridad de antes.

—Shh... —Adriana intentó calmarlo, pero él negó con la cabeza.

—No... te prometí... que sería... tu refugio... —dijo con dificultad. Sus ojos se llenaron de lágrimas. —Lo siento, Adriana... No pude... cumplirlo.

Adriana no podía evitar romper a llorar. Las palabras de Liam se clavaron en su pecho como dagas, porque ella sabía que era cierto: no podría haber un refugio más. No para ella, no con él. El amor de su vida se estaba desvaneciendo ante sus ojos, y no había nada que pudiera hacer para evitarlo.

—No tienes que pedir perdón —dijo, entre sollozos. —Te amé, te amaré siempre, Liam. No importa lo que pase.

Él sonrió ligeramente, una sonrisa triste, pero llena de amor. Sabía que ya no quedaba tiempo, que estaba cerca del final. Pero incluso en esos momentos, su amor por ella era tan grande que no necesitaba más palabras. Su alma se encontraba en paz, porque sabía que había amado profundamente, había sido amado profundamente, y que, a pesar de todo, habían compartido algo que ni la muerte podría destruir.

Adriana se recostó junto a él, abrazándolo con todo lo que quedaba de ella. En esos últimos momentos, no importaba el dolor. No importaba el miedo. Solo importaba estar allí, con él, en su última lucha, y recordarlo como el hombre que había cambiado su vida, el hombre que siempre llevaría en su corazón.

Al caer la noche, el monitor de Liam emitió un sonido bajo, casi imperceptible, como un suspiro final. Adriana, aunque rota, se aferró a su último aliento, sabiendo que aunque su cuerpo se fuera, su amor permanecería en ella por siempre.




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