Los días que nos quedan

Capítulo 34: Un Amor en Silencio

El sol comenzaba a ponerse, tiñendo la habitación con una luz dorada y cálida que contrastaba con la penumbra que envolvía el corazón de Adriana. La habitación, aunque sencilla, parecía contener el peso de todo lo que habían vivido juntos. Cada rincón, cada objeto, cada arruga en las sábanas, era un recordatorio de los días en los que la vida había sido diferente, cuando las risas de Liam llenaban el aire, cuando los sueños de un futuro juntos parecían alcanzables. Ahora, todo estaba inmóvil. Todo estaba en silencio.

Liam no podía hablar, sus fuerzas se desvanecían a un ritmo acelerado. Su cuerpo estaba agotado, y su rostro se veía demacrado, casi irreconocible en su fragilidad. Pero en sus ojos, aún brillaba esa chispa que Adriana conocía tan bien. Una chispa que, aunque débil, nunca desapareció.

Adriana no necesitaba palabras para saber lo que él sentía. Su amor había trascendido las conversaciones largas y llenas de promesas. Ya no había espacio para las grandes declaraciones ni para los gestos románticos que alguna vez definieron su relación. Lo que quedaba era un amor en su forma más pura, más silenciosa. Un amor que hablaba en susurros, en miradas, en gestos pequeños pero significativos.

Estaba sentada al borde de la cama, observando a Liam con el corazón apesadumbrado, pero también con una profunda gratitud por cada momento vivido. Las lágrimas caían en silencio, mientras sus dedos recorrían suavemente la piel fría de sus manos. A veces, sin querer, sus dedos se deslizaban por los recuerdos de él, por la suavidad de su piel, por las cicatrices de las batallas que había librado. Todo, incluso su sufrimiento, formaba parte de la historia de lo que habían sido.

El amor, pensó Adriana, no siempre necesita ser proclamado en voz alta. No siempre necesita ser cantado ni bañado en gestos grandiosos. A veces, el amor verdadero se encuentra en la quietud, en esos momentos callados donde todo lo que queda es el vínculo profundo que se ha formado entre dos almas. Y ella y Liam lo habían construido en medio del sufrimiento, en medio de la enfermedad, en medio del dolor de saber que su tiempo juntos era limitado.

Adriana se inclinó hacia él, colocando su rostro cerca del suyo. Respiró profundamente, sintiendo la fragilidad de su aliento, el leve movimiento de su pecho, que le recordaba cuán frágil era la vida. Sin embargo, allí, en ese suspiro, en esa respiración lenta, Adriana sintió un amor tan inmenso que lo invadió todo. No importaba cuánto tiempo quedaba. No importaba cuán lejos estuvieran del futuro que habían soñado. Lo único que importaba era lo que sentían el uno por el otro.

Liam le dio una mirada, un gesto débil pero lleno de significado. Fue lo único que podía ofrecer en ese momento, pero era suficiente. Era suficiente porque hablaba más que mil palabras.

Adriana sonrió débilmente, una sonrisa triste pero sincera. “Lo sé”, murmuró, sus palabras suaves como un suspiro. Y aunque su voz temblaba, sus ojos no se apartaron de él. Ella entendía. Ella entendía lo que él quería decir: que el amor no se mide por los días, ni por las promesas incumplidas. El amor se mide por lo que uno da, por lo que uno es capaz de compartir incluso cuando el final está cerca.

Durante un largo rato, ninguno de los dos habló. Solo permanecieron allí, en el silencio, sosteniendo lo que quedaba de su amor. A veces, las palabras no son necesarias. A veces, el amor se expresa en la quietud de un momento compartido, en la respiración que va y viene, en las miradas que nunca se desvanecen.

Liam movió ligeramente su mano, buscando la de Adriana. Ella la tomó, entrelazando sus dedos, sintiendo la calidez de su toque. No era mucho, pero era suficiente. Era todo lo que necesitaban.

—Te amo, Adriana —dijo Liam, apenas en un susurro, como si esas palabras estuvieran reservadas solo para ella, un último regalo de su alma para ella.

Adriana cerró los ojos y, por un momento, todo lo demás desapareció. No había más dolor, no había más enfermedad, no había más miedo. Solo estaba él, con su amor que trascendía todo. Y ella, con su amor incondicional, que permanecería para siempre.

La enfermedad de Liam avanzaba, pero su amor no se apagaba. Era como un fuego silencioso, una llama que resistía el viento de la desesperanza. Aunque las palabras fueran pocas y las fuerzas de Liam escasas, el amor que compartían seguía vivo, y siempre lo estaría.

—Siempre en tu corazón —respondió Adriana, con el mismo susurro, con la misma promesa. Y, aunque sus palabras parecieran débiles, su corazón latía con la misma intensidad de aquellos días felices que compartieron. El amor nunca dejaría de existir.

Adriana se quedó allí, mirando a Liam, en el abrazo del silencio, en la quietud que solo el amor verdadero puede ofrecer. Sabía que el tiempo se estaba agotando, pero también sabía que había algo mucho más grande que la enfermedad, que la muerte. Era un amor eterno, que seguiría existiendo más allá de cualquier barrera.




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