Me encontraba sentado mirando un poco de televisión. Nada interesante, como siempre: solo noticias de muertes y un par de programas de chismes baratos.
De repente, vi a Damián bajar de su cama.
—¿Hay algo interesante en la TV? —preguntó.
Negué con la cabeza. No hacía mucho la había encendido, solo para distraerme un poco, ya que toda la noche estuve pensando en cómo ayudarlo… sin que se me ocurriera nada útil.
Damián fue directo al refrigerador y sacó algo que no alcancé a distinguir. Lo colocó en dos pequeños bowls y luego se acercó a mí, entregándome uno.
Lo acepté. Al mirar el contenido, fruncí el ceño: parecía avena, aunque con un aspecto extraño, poco apetecible. Supuse que era algo típico de este planeta, porque Damián lo devoraba con entusiasmo.
Se dejó caer en el sofá, tomó el control de la televisión y comenzó a cambiar canales sin detenerse demasiado.
—Anoche estaba pensando… —dije al fin.
Damián respondió con un simple “mmm”, esperando que continuara mientras masticaba.
—Los poderes que robaste son muy fuertes. Si realmente quieres tener una oportunidad contra Eirian, necesitas aprender a controlarlos.
Damián dejó de mirar la pantalla y me observó con la boca llena.
—¿Sabes cómo? —preguntó, aunque casi no le entendí.
—No hables así, es de mala educación. —Fruncí el ceño.
Él asintió y se apresuró a terminar su comida. Apenas tragó el último bocado, me miró con atención.
—Creo que sí —respondí, apoyando el bowl sobre la mesa—. En la patrulla galáctica tenemos muchos conocimientos sobre los dioses… y creo que eso podría servirte.
Damián sonrió de repente y se acomodó en el sillón, como si de pronto lo que yo decía le resultara muy interesante. Se recostó un poco hacia atrás, apoyando su brazo en el respaldo para sostener su cabeza, mientras cruzaba una pierna sobre la otra con toda la calma del mundo.
—Sé cómo los dioses manejan sus poderes —dije, convencido.
Él me observó con una chispa traviesa en la mirada.
—¿Sabes que luces sexy cuando intentas ayudar a los demás? —soltó de golpe.
Me quedé en blanco.
—¿Qué? —pregunté, incrédulo.
—No digas esas cosas, no me hagas enojar —advertí, frunciendo el ceño.
Damián se rió con suavidad, como si le divirtiera mi reacción, y con toda naturalidad añadió:
—Vaya, así que no… Pues Eirian, eres muy guapo.
Me removí en el sillón, incómodo. Este tipo solo me estaba molestando, lo sabía. Sin embargo, algo dentro de mí se agitó: nunca antes alguien me había dicho algo así, y yo mismo no me consideraba atractivo.
—No me estás escuchando —reclamé, algo molesto.
—Relájate —respondió con esa seguridad irritante—. Sé mejor que tú cómo controlar estos poderes.
¿Cómo? Iba a preguntárselo, cuando de repente un fuerte temblor sacudió el suelo bajo nuestros pies. Fue breve, pero intenso.
—Mierda… —murmuró Damián, poniéndose de pie de un salto.
Se dirigió rápidamente hacia una mesa y tomó un pequeño reloj que parecía un comunicador. Su expresión había cambiado por completo.
—Relájate, es solo un pequeño temblor —intenté tranquilizarlo.
Él negó con fuerza.
—No lo es, Airien. No en este planeta. El suelo es muy inestable. De seguro el lugar donde fue el epicentro se destruyó. Debo ir con Lucian, rescatar heridos. ¿Vienes?
Antes de que pudiera responder, Damián comenzó a tomar algunas cosas: un par de guantes, una chaqueta ligera y, entre ellas, la misma peluca oscura que había usado la otra noche.
Lo observé incrédulo. ¿Cómo podía salir así? ¿Cómo no tenía miedo de que lo descubrieran?
Con un nudo en el estómago, lo seguí hasta la puerta.
El lugar del epicentro era un verdadero caos.
Me sorprendió bastante ver la magnitud de la destrucción, porque el temblor que habíamos sentido no había sido tan fuerte.
Edificios con grietas profundas, muros derrumbados, humo elevándose entre los restos. El suelo estaba cubierto de polvo, y el eco de los gritos se mezclaba con el llanto de quienes buscaban a sus seres queridos.
Había demasiada gente herida en las calles: algunos apenas podían caminar, otros yacían en el suelo cubiertos de sangre, y muchos más simplemente lloraban desesperados, llamando nombres que el viento y la confusión ahogaban.
Yo observaba en silencio.
No era algo nuevo para mí. Había visto escenas así demasiadas veces y, en algún punto, había dejado de conmoverme. Creo que me había vuelto insensible, o quizá simplemente era más fácil no sentir nada.
A lo lejos vi a Damián inclinarse para ayudar a levantar una roca enorme bajo la cual alguien estaba atrapado. Sus manos se aferraban con fuerza, y junto a Lucian lograban mover lo suficiente para liberar al herido. El sudor corría por su frente, pero en sus ojos no había rastro de cansancio, solo determinación.
Él no dudaba, no pensaba en sí mismo, ni en el riesgo que corría al meterse entre escombros inestables. Corría de un lado a otro, levantando, empujando, cargando cuerpos. La gente lo miraba con una mezcla de esperanza y alivio, como si su sola presencia les diera la seguridad de que no estaban solos.
Yo lo miraba en silencio. Ese era Damián… alguien que se entregaba sin condiciones, que arriesgaba su vida por desconocidos como si fuesen su propia familia. Por primera vez lo comprendí: no era solo un protector porque tuviera poderes o fuerza, sino porque tenía un corazón demasiado grande.
—¿Dónde está André? —preguntó Damián con la respiración entrecortada.
—Dijo que vendría, no te preocupes —respondió Lucian, aunque su voz sonaba tensa.
—Me estoy cansando… necesitamos sus poderes —gruñó Damián, levantando otro bloque de escombros.
André era su amigo, pero desde que se enfrentaron a Eirian, su madre había quedado aterrada y ya no le permitía salir. Al final, solo estaban allí Damián, Lucian y el padre de este último, cargando sobre sus hombros el peso de toda esa gente.
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hay amor y aventura, hay tristeza y felicidad, hay amor entre hombres
Editado: 25.10.2025