Cada día Damián me sorprendía más. Después del terremoto, una gran parte de la ciudad —justo donde fue el epicentro— había quedado en ruinas. Calles enteras se encontraban partidas, los edificios se inclinaban como si fueran a caer en cualquier momento y el polvo seguía suspendido en el aire, impregnando la garganta con un sabor metálico. La gente debía reconstruir… y ahora mismo yo estaba ayudándolos. Bueno, para ser sincero, más bien estaba ayudando a Damián.
Él parecía saber exactamente qué hacer, como si ya lo hubiera vivido antes. Con las mangas arremangadas y el sudor perlándole la frente, se movía entre los escombros con una determinación que imponía. Daba indicaciones rápidas a los demás, levantaba bloques de piedra que yo juraba que no podría mover una sola persona y, aun así, encontraba tiempo para sonreír a los niños que se acercaban a mirar.
—¡Cuidado con esa viga, se puede caer! —gritó, mientras corría hacia un grupo de hombres que intentaban levantar parte del techo colapsado. Con una fuerza que no parecía humana, la sostuvo lo suficiente para que los demás aseguraran los soportes.
Yo apenas podía seguirle el ritmo, pero él… él se mantenía firme, como si no conociera el cansancio.
Lo más impresionante no era solo su fuerza, sino su corazón. Cada tanto se detenía para ofrecer agua a una anciana, para cargar en brazos a un niño herido hasta la zona de primeros auxilios o para tranquilizar a quienes habían perdido todo. Su voz tenía algo… algo que hacía que la gente lo escuchara y confiara en él.
Yo lo observaba en silencio, admirado. En medio de la tragedia, Damián se alzaba como alguien indispensable, como si hubiera nacido para guiar a otros en los peores momentos.
Cuando nuestras miradas se cruzaron, sonrió de esa forma traviesa que siempre me desarmaba.
—¿Qué pasa, Arien? ¿Cansado ya? —me dijo entre jadeos, con las manos llenas de polvo y la camiseta manchada de tierra.
—Yo… sí, un poco —admití, riendo nervioso.
—Tranquilo, nadie espera que puedas con todo. Con que estés aquí, conmigo, ya haces más de lo que crees —respondió, y volvió a trabajar como si nada.
Y fue en ese instante, mientras lo veía rodeado de ruinas y esperanza entendí porque Damián era el chico que me atraía. Era alguien con una fuerza interior que lo hacía diferente.
Lucian ni André estaban aquí, y lo entendía. Lucian era millonario, criado entre lujos y comodidades; no lo veía metido entre el polvo y las piedras cargando vigas con sus propias manos. Sin embargo, no lo juzgaba: había mandado a su gente a ayudar, cuadrillas enteras con herramientas y provisiones que estaban colaborando en la reconstrucción. Eso era lo suyo, mover recursos, abrir puertas con un chasquido de dedos.
André, en cambio, era distinto. Más reservado, más del tipo que prefiere estudiar, analizar y encontrar soluciones con la cabeza antes que con el cuerpo. Su talento estaba en los libros, en la información que otros pasarían por alto. En este escenario de sudor y escombros no encajaba, y yo lo entendía también.
Pero Damián… él era diferente. No tenía fortuna como Lucian ni la paciencia intelectual de André. Lo suyo era lanzarse de lleno, embarrarse las manos, tomar la carga que nadie más quería. Había algo en él que no podía explicarme: un instinto de líder, una necesidad de proteger y de demostrar que no todo estaba perdido.
Mientras otros se quejaban o dudaban, él ya estaba ahí, sosteniendo la estructura caída, empujando los restos, animando a la gente. Era pura acción, pura vida. Y en ese contraste con Lucian y André, su luz brillaba aún más fuerte.
Yo, sin darme cuenta, lo miraba todo el tiempo.
La gente lo admiraba. No como a un héroe de esos que aparecen, pelean con los malos y luego se marchan dejando los daños atrás, sino de otra forma… más real, más cercana. Un héroe puede salvarte en un instante, pero luego desaparece. En cambio, Damián estaba aquí, entre ellos, ayudando con lo que podía.
No siempre lo hacía bien: a veces se le rompía una viga al cargarla, o intentaba levantar más peso del que debía y terminaba con las manos llenas de polvo y raspones. Pero la gente lo veía y sonreía, porque lo importante no era la perfección, sino que estuviera ahí, compartiendo su esfuerzo.
Una vez incluso, mientras trataba de acomodar una pared que iba a servir de soporte, esta se tambaleó y terminó derrumbándose con un estruendo que levantó una nube de polvo.
Todos se quedaron en silencio por un segundo… hasta que vieron a Damián salir de entre los escombros, tosiendo, sacudiéndose la tierra del cabello y con esa sonrisa nerviosa que lo delataba. Entonces la gente no pudo evitar reírse, y él también lo hizo, levantando.
Al final del día estaba cubierto de tierra. El sol comenzaba a ocultarse, tiñendo el cielo de tonos anaranjados. Me senté en el suelo, exhausto. Esto no era lo mío. Alguna vez fui un príncipe que jamás tuvo que ensuciarse las manos y después un guerrero que peleaba con armas, no con vigas ni escombros. Todo aquello me resultaba un tanto desagradable.
De repente, Damián se acercó y se dejó caer a mi lado, soltando un suspiro pesado.
—¿Cansado? —pregunté.
—Todavía tengo fuerza —respondió, mirándome con esa sonrisa obstinada—. Pero debemos ir a hacer otra cosa.
Iba a preguntarle qué, cuando de pronto un niño se acercó corriendo hacia él.
—¿Qué sucede? —preguntó Damián.
—Esto es para ti —dijo el pequeño, estirando la mano.
En su palma había un caramelo cubierto de tierra.
—Gracias —respondió Damián, aceptándolo sin dudar.
—Gracias a ti, Damián… pero, por favor, no construyas mi casa.
El niño lo dijo tan serio que por un instante reinó el silencio. Entonces Damián se lanzó contra él, cosquilleándolo y riendo con fuerza. El niño gritaba entre carcajadas, mientras los demás miraban divertidos.
Había terminado de ducharme y salí del baño secándome el cabello con una toalla. Aún con el vapor pegado a mi piel, me sorprendió ver a Damián en la cocina.
#646 en Fantasía 
#3064 en Novela romántica 
hay amor y aventura, hay tristeza y felicidad, hay amor entre hombres
Editado: 25.10.2025