Cuando por fin dejamos atrás la ciudad, llegamos a un prado abierto. La hierba era tan alta que nos llegaba hasta las rodillas y se movía suavemente con el viento.
Damián metió la mano en su bolsillo y sacó una pequeña fundita llena de… ¿comida para mascotas? Lo miré sin entender nada.
—¿Qué demonios…? —murmuré, arqueando una ceja.
Antes de que pudiera preguntarle, comenzó a llamar en voz alta:
—¡Eh, ven acá! ¡Vamos!
Al mismo tiempo, la hierba empezó a agitarse a lo lejos. Algo se movía entre ella, algo grande, demasiado grande para ser un perro o un simple animal doméstico. El sonido era como el de un matorral entero abriéndose paso. Mi instinto me hizo retroceder un par de pasos, con la mano lista para sacar mi arma de ser necesario .
El movimiento se detuvo de golpe. Todo quedó en silencio, excepto mi respiración contenida.
—¡Hey, soy yo! —gritó Damián con toda naturalidad.
Lo miré incrédulo.
—¿A qué llamas? —pregunté, en guardia.
Él sonrió como si fuera lo más normal del mundo.
—A Pepe.
Parpadeé varias veces.
—¿…Pepe?
Antes de que Damián pudiera explicarme qué era aquello, la criatura salió disparada de entre la hierba y lo tumbó al suelo de un empujón. Me tensé, listo para intervenir, pero entonces lo vi con claridad… y me quedé completamente desconcertado.
No era un monstruo. Era hermoso a su manera: una criatura regordeta y pequeña, de un color rosado brillante. Su pelaje era tan suave que parecía algodón de azúcar, con ojazos redondos y brillantes que parecían dos lunas húmedas. Tenía patitas diminutas, orejas cortas y un hocico baboso que goteaba mientras respiraba con entusiasmo. Su carita era tan tierna que resultaba ridículo haber sentido miedo segundos antes.
Damián, todavía en el suelo, se incorporó entre risas y sacó la bolsita para darle el contenido a la criatura, que lo devoró con ansiedad, resoplando feliz.
—¿Qué es? —pregunté, todavía en shock—. Nunca lo había visto antes.
—No lo sé —respondió encogiéndose de hombros—. Solo sé que se llama Pepe.
Fruncí el ceño.
—¿Y cómo lo sabes?
Me quedé atento a su respuesta.
—Cuando termina de comer… o cuando está muy asustado, hace “pep, pep”.
Lo miré fijamente.
—Qué creativo —dije con sarcasmo.
—Si es tu mascota, ¿por qué no lo llevas a tu casa? —pregunté, todavía desconcertado.
Damián lo acarició con cuidado, sus dedos hundiéndose en el suave pelaje rosado. Su mirada se volvió seria, como si recordara algo que preferiría olvidar.
—Pepe no es mi mascota… es mi amigo. Lo salvé de los traficantes de seres. Uno de ellos se lo quería llevar.
Esa frase me golpeó más fuerte de lo que debería. Los traficantes de seres… claro que sabía quiénes eran. Nadie podía detenerlos. Tenían el amparo de los dioses, y eso les daba libertad para apropiarse de lo que quisieran: animales, plantas, incluso personas. Eran como sombras que se movían entre mundos, arrancando la vida de su lugar de origen para venderla al mejor postor. Y lo peor era que todos lo sabíamos… y no podíamos hacer nada.
Damián suspiró, sin apartar la mano de la criatura.
—Él no es de aquí, de este planeta. No sé de dónde vino, pero le gusta vivir en esta pradera. Cada vez que lo veo corretear entre la hierba, sé que este es su lugar no mi casa .
Pepe seguía comiendo, moviendo las orejitas pequeñas mientras babeaba de forma ridícula. Era tan extraño… un ser así de inocente, viviendo en un mundo tan cruel. Y Damián, con esa obstinación suya, había decidido desafiar a los traficantes para darle un lugar seguro.
No pude evitar pensar que eso lo definía por completo: alguien que, aun sabiendo que el destino ya estaba escrito por los dioses, se empeñaba en torcerlo un poco, aunque fuera para salvar a una sola criatura.
De repente escuché el inconfundible pep y noté que Pepe había terminado de comer. El pequeño se acercó a mí, moviendo sus patitas cortas con torpeza. Dudé un instante, pero finalmente extendí mi mano con cautela.
—Tranquilo, no hace nada —me aseguró Damián, con una sonrisa traviesa en el rostro.
Inspiré hondo, dispuesto a acariciarlo. Pero apenas mis dedos rozaron su suave pelaje, Pepe abrió la boca y me mordió. No dolía; más bien parecía un juego para él. Solo que, en lugar de limitarse a mi mano, su boca se estiró de una forma imposible y atrapó toda mi cara.
—¡Mphhh! —gruñí, tratando de zafarme mientras el ser baboso me cubría la boca y la nariz.
Damián estalló en carcajadas, doblándose sobre sí mismo, incapaz de contenerse.
—¡JAJAJAJA! —reía como un loco—. ¡Tu cara!
Cuando Pepe finalmente me soltó, jadeé con el orgullo herido y, sin pensarlo, me lancé sobre Damián con todas mis fuerzas.
La colina en la que estábamos resultó ser más empinada de lo que parecía, y en segundos ambos comenzamos a rodar sin control, entre risas y gritos, con la hierba alta golpeándonos el rostro. Damián reía aún más fuerte, como si lo estuviera disfrutando.
Acabamos enredados al pie de la colina, yo atrapado debajo de él, con su peso aplastándome el pecho.
—Siempre me juegas bromas o te burlas de mí, ¡infeliz! —resoplé, tratando de apartarlo.
Damián arqueó una ceja, todavía sonriendo con esa maldita calma suya.
—No te creas especial —contestó, con un tono burlón—. Se lo hago a todos.
Eso dolió un poco, porque en el fondo sabía que solo conmigo actuaba así. Y, al parecer, Damián lo notó. Su mirada se suavizó y empezó a inclinarse hacia mí.
—Pero solo contigo hago esto —murmuró.
Su dedo rozó mis labios con delicadeza, bajando luego hasta mi mejilla en una caricia lenta. Antes de que pudiera reaccionar, se inclinó más y me dio un beso suave, uno que respondí casi de inmediato, como si lo hubiera estado esperando desde siempre.
Mi corazón latía desbocado, golpeándome el pecho con fuerza. No era el primer beso que compartíamos, pero sí el primero que nos dábamos estando sobrios. Y eso lo hacía distinto… más real, más nuestro.
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hay amor y aventura, hay tristeza y felicidad, hay amor entre hombres
Editado: 25.10.2025