Damián estaba extraño hoy, de hecho lo había estado desde que fuimos a las aguas termales: más distante de mí y también de Lucian. No salía de su casa y tampoco sentía la necesidad de hacerlo, ya que no había ningún problema urgente en el planeta. Quería entender qué le pasaba.
Hoy vestía de negro, y sostenía en sus manos algo que no podía distinguir. Me quedé a su lado, sin saber qué decir, sintiendo la prudencia como un límite invisible. No me atreví a acercarme demasiado.
De repente, vi una lágrima deslizarse por su mejilla. Mi corazón se tensó, y finalmente reuní el valor para preguntar:
—¿Estás bien? —mi voz sonó suave, casi un susurro.
Él no respondió. Me dispuse a acercarme un poco más, pero antes de que pudiera dar un paso, se levantó de golpe y salió por la puerta, dejando tras de sí un portazo que hizo vibrar toda la habitación.
El sonido quedó resonando en mis oídos. Me quedé unos segundos paralizado, observando cómo la puerta se cerraba con fuerza, incapaz de moverse. Sentí un nudo en el estómago: no era miedo, ni rabia… era impotencia. A Damián le sucedía algo, y yo no sabía cómo ayudarlo .
Damián no quería que lo siguiera, y lo comprendía; mejor que nadie sabía que a veces uno necesita su espacio. Así que me relajé y me dispuse a ver un poco de la televisión, tratando de ignorar el silencio pesado que había quedado en la casa.
De repente, escuché un golpe suave en la puerta. Me levanté y la abrí; afuera estaba Lucian, también vestido de negro. ¿Qué les pasaba? ¿Era alguna festividad, o algo más personal? Su rostro, normalmente confiado y seguro, ahora estaba teñido de tristeza.
—¿Está Damián? —preguntó con voz baja.
Negué con la cabeza.
—Creo que fui muy imprudente… de verdad lo siento —dijo Lucian, bajando un poco la mirada, como si llevara sobre sus hombros un peso invisible.
Estaba a punto de dar media vuelta y marcharse, pero algo me impulsó a detenerlo.
—¿Qué sucede? —pregunté, con curiosidad y un poco de preocupación.
—¿Damián no te lo dijo? —respondió, titubeando un poco.
Negué con la cabeza de nuevo. Lucian soltó un suspiro profundo, dejando entrever que lo que fuera que estuviera pasando con Damián era más serio de lo que había imaginado.
—Hace poco fue el aniversario de la muerte de sus padres adoptivos —dijo Lucian, con la voz baja—. La ciudad les rinde homenaje y… luto. Vine a verle porque sé que es difícil para él.
—Es un tema complicado, ¿verdad? —pregunté, tratando de medir mis palabras.
—Demasiado… No sé mucho, pero he visto que te preocupas por Damián. Nosotros no hemos podido ayudarlo, pero sé que tú tal vez sí… —Lucian bajó la mirada un instante, como buscando las palabras exactas.
—Damián me importa mucho —respondí, con la voz firme pero cargada de emoción.
Lucian suspiró antes de volver a hablar, visiblemente incómodo con lo que estaba a punto de decirme.
—Hace cuatro años… Eirian los mató.
—¿Qué? —me quedé helado, sorprendido por la gravedad de la situación—¿Por qué? —pregunté, incapaz de disimular mi incredulidad.
—Es el lema de los dioses: los dioses no intervienen en los asuntos de los mortales. Los padres adoptivos de Damián eran dioses, eran muy buenos, ayudaban a otros y a los mortales… pero eso está prohibido. Eirian los mató mientras Damián miraba.
El peso de la revelación me golpeó de inmediato. Esto era mucho más grave de lo que había imaginado.
—Bueno… me tengo que ir. Espero que Damián ya esté en el homemaje—dijo Lucian, intentando recomponerse.
—Espera, iré contigo —respondí sin pensar, decidido a no dejarlo solo.
Rápidamente tomé un abrigo y salí junto a Lucian. La noche estaba fresca, el aire cargado de una tensión difícil de describir. Caminamos en silencio hasta el centro de la ciudad. A medida que nos acercábamos, las calles se volvían más concurridas y, finalmente, el lugar apareció frente a nosotros: una multitud se reunía allí, todos vestidos de negro, como un mar oscuro que guardaba respeto y dolor.
Entre la multitud distinguí dos rostros familiares: aquellas dos hermosas mujeres que había visto la otra vez. Sus figuras destacaban incluso entre la solemnidad del ambiente, pero algo en ellas me hizo sentir un escalofrío.
—¿Ellas quiénes son? ¿Y por qué Damián las odia? —pregunté en voz baja.
Lucian se tensó de inmediato, su expresión cambiando a una mezcla de sorpresa y fastidio.
—Mierda… ellas no debían venir —murmuró con un tono cargado de preocupación.
Antes de que pudiera decir algo más, Lucian se apartó de mi lado con pasos rápidos. Lo seguí con la mirada, viéndolo abrirse paso entre la gente hasta llegar donde estaban ellas. La mujer mayor fruncía el ceño, su rostro hermoso desfigurado por la rabia contenida. A lo lejos pude notar cómo levantaba la voz, gesticulando con furia, mientras Lucian trataba de calmarla con palabras que no lograba escuchar.
—¡Mi hija tiene mucho más derecho que ese infeliz de Damián! —exclamó la mujer mayor, alzando la voz sin importarle la mirada de la multitud—. Ella era su hija de verdad.
—Por favor, baja la voz… —intentó calmarla Lucian, aunque su tono sonaba más a súplica que a autoridad.
—¡No tengo por qué! Yo era su esposa, ¿acaso no deberías respetarme? —replicó ella, con un orgullo que desentonaba en medio de tanta solemnidad.
La tensión crecía y las miradas empezaban a posarse sobre ellos. Sentí que no podía quedarme al margen. Me acerqué decidido, con la intención de evitar que aquello se desbordara aún más.
—Basta… este es un momento de dolor, no de disputas —dije con firmeza, interponiéndome entre ellos.
La mujer mayor me fulminó con la mirada, como si mi simple presencia fuera una ofensa.
—¿Y tú quién eres? —soltó con desdén, alzando una ceja.
Intenté acercarme a ella, pero la mujer me empujó con brusquedad. No fue lo suficientemente fuerte como para derribarme, pero sí lo bastante para dejar claro que no quería que me interpusiera.
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hay amor y aventura, hay tristeza y felicidad, hay amor entre hombres
Editado: 25.10.2025