Caminaba sin rumbo fijo, mis pasos resonaban en las calles vacías de la ciudad mientras la noche caía lentamente. Cada rincón que revisaba, cada sombra que atravesaba, me recordaba que Damián no estaba allí. Era como si la ciudad misma conspirara para mantenerlo lejos de mí.
Me detuve en un puente, apoyé mis manos sobre la baranda y miré el río que me reflejaba . La brisa nocturna me golpeaba el rostro, pero no sentía frío; sentía un vacío. Un hueco que se agrandaba con cada segundo que pasaba sin encontrarlo.
¿Por qué me había dolido tanto lo que dijo? Lo recordé: “no te quiero volver a ver, Arien”. Sus palabras habían sido un golpe directo a mi pecho, y aunque intentaba racionalizarlo, no podía ignorar la punzada de culpa y miedo. Tal vez tenía razón… tal vez, a pesar de todo lo que sentía por él, también debía darle espacio.
Me pregunté si él estaba bien, si estaba triste, si me extrañaba aunque no quisiera admitirlo. Cada imagen de él que venía a mi mente —su enojo, su mirada intensa, la forma en que se elevaba en el cielo— me hacía desear estar a su lado, protegerlo, incluso cuando él no lo pedía.
Caminé un poco más, tocando los objetos familiares, los lugares donde solíamos pasar tiempo juntos. Cada calle, cada esquina, parecía susurrarme su nombre, pero no había respuesta, solo el eco de mi propia soledad.
Finalmente, me detuve en un pequeño parque, me senté sobre la hierba y dejé que la cabeza cayera entre las manos. Respiré hondo, intentando calmar el torbellino de emociones dentro de mí. No sabía cuánto tiempo pasé allí, solo pensando, recordando, esperando.
Y aunque no lo encontraba, aunque sabía que Damián quería estar solo, una cosa estaba clara: no podía dejar de buscarlo. No mientras sentía que su dolor y su enojo tenían algo que ver conmigo.
Me dirigí a la casa de Lucien, con la leve esperanza de que Damián estuviera allí.
Cuando llegué, Lucien me recibió con su habitual sonrisa preocupada.
—¿Estás bien? —preguntó.
Asentí, pero era más que obvio que no lo estaba. Él lo notó de inmediato y, sin decir nada, me invitó a pasar.
—¿Damián… está aquí? —pregunté, tratando de ocultar la ansiedad en mi voz.
Lucien negó con la cabeza.
—No te preocupes, él sabe cómo cuidarse —dijo, con esa seguridad que siempre me irritaba un poco.
Suspiré; a veces Damián era un imbécil.
—Ven, siéntate. Luces fatal —insistió, guiándome al sofá.
Me dejé caer en él, cansado y pensativo. Lucien pidió que nos trajeran unas bebidas, pero cuando llegaron, solo las tomé en mis manos sin probarlas, absorto en mis propios pensamientos.
—Lo siento —dijo Lucien—. Yo le dije a Damián que eras uno de los dioses.
—¿Por qué… por qué él me trató tan bien? —pregunté, con un hilo de confusión en la voz.
—Solo queríamos ponerte a prueba —respondió Lucien—. Supongo que él vio en ti algo de su padre, Ekain.
Lo miré, esperando que dijera algo más. Si Lucien sabía esto, entonces era seguro que podía buscar a Damián.
Él suspiró y tomó un trago de su bebida, preparándose para hablar cuando de repente su padre apareció y se sentó a su lado, interrumpiendo cualquier intento de explicación.
—Ekain… era un gran príncipe, un dios en toda la palabra. Era volátil, sí, pero un buen tipo. A pesar de que mi padre trató de envenenarlo, él no guardó rencor y tampoco lo mató —dijo el padre de Lucien , con voz grave.
El padre de Lucien le quitó la bebida a su hijo y tomó un trago como si necesitara fuerzas para lo que venía.
—Él nos ayudó mucho —continuó—. Me hizo crecer como guerrero y ayudó a este planeta de maneras que un dios no puede. Finalmente, cuando el resto se enteró, lo mataron.
Ekain… ese nombre me resultaba desconocido. Supongo que lo eliminaron de los registros por rebelde.
—Yo vi su cuerpo ese día —dijo—. Íbamos a entrenar en su planeta y nadie nos recibió. Lo buscamos hasta que lo encontramos en el césped, su sangre roja esparcida por todo el piso junto a su pareja, nuestro maestro… Damián, aún consciente, se había arrastrado hasta sus cuerpos. Él mismo había sido lastimado casi hasta la muerte por el infeliz de Eirien.
El padre de Lucien agachó la cabeza, con el peso de los recuerdos pesándole en el rostro.
—No sabemos cómo pasó, pero Damián estaba vivo de milagro. Cuando lo trajimos, tenía una lesión en la cabeza y varias costillas rotas.
—La recuperación de su cuerpo fue rápida, pero… varias veces tuvimos que cedarlo. En las noches gritaba como loco —intervino Lucien, con un hilo de dolor en su voz
—. Nunca nos contó qué le pasó… pero no era necesario. La escena sangrienta que vi ese día no se comparaba con ninguna batalla que hubiera librado. No solo habían matado a Ekain, lo habían humillado… y Damián fue obligado a mirar.
Agaché la cabeza. No pude evitar que unas lágrimas escaparan de mis ojos. ¿Cómo pude decirle eso…? Merecía que me odiara, que no quisiera verme jamás.
Merecía cada reproche, cada desprecio. Y aun así… yo no lo merecía.
Mi pecho se apretaba con cada respiración, un nudo que me recordaba que había subestimado lo que Damián había soportado. Cada recuerdo que Lucien y su padre compartieron me golpeaba con fuerza, y por primera vez sentí el peso de mi ignorancia.
No sabía cómo enfrentarlo. No sabía si merecía siquiera mirarlo a los ojos después de lo que le había dicho…
Había pasado un tiempo buscando a Damián, pero sabía que él no quería verme. Se escondía, y por más que intentara hallarlo, siempre estaba un paso más lejos de mí.
Entonces algo comenzó a ocurrir en el planeta… un movimiento extraño, semejante a una rebelión contra el gobierno. Al principio no le di importancia, pero pronto descubrí que no era solo política: se trataba de un culto. Seguían a un hombre al que llamaban el Iluminado. No entendía del todo sus motivaciones, pero algo era claro… sus seguidores lo veneraban como si fuese una deidad.
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hay amor y aventura, hay tristeza y felicidad, hay amor entre hombres
Editado: 01.11.2025