Los dioses también sangran [boys Love]

Epílogo

Damián

Han pasado quince años desde aquel día… y aunque el tiempo ha devorado mundos, imperios y estrellas, a mí no me ha tocado. Mi cuerpo sigue detenido en los veinticinco, como si los años no fueran capaces de alcanzarme. Sin embargo, dentro de mí, cargo el peso de cada instante vivido. Soy joven en apariencia… pero viejo en recuerdos ya tengo Treinta y tres años .

Aún conservo la esperanza.

La esperanza de que Arien despierte.

De que vuelva a mirarme con esos ojos que me hacían sentir invencible.

He esperado más de una década, y lo seguiré haciendo. El tiempo ya no significa nada para mí; lo único que importa es él.

Tras la guerra contra los dioses tuve que huir de Sadla. No podía arriesgar a su gente. Ellos no merecían cargar con el precio de mi existencia. Me exilié en un planeta lejano, donde nadie sabe quién soy ni qué llevo en mis manos. La madre de Lucian me ayudo demasiado .

Cada amanecer es igual: me levanto, lo observo, y le hablo como si pudiera escucharme. Le cuento mis pensamientos, mis dudas, mis culpas. Y cada anochecer, lo abrazo, aferrándome a ese cuerpo inmóvil que parece dormido, como si en cualquier momento fuera a despertar.

No he cambiado por fuera, sigo siendo el mismo de entonces… pero mis ojos han visto demasiado. He roto cadenas, he enfrentado a dioses, he destruido lo imposible. Y aun así, ninguna batalla ha sido tan dura como esta: resistir el paso de los años sin él.

Podría parecer eterno, indestructible, pero en el fondo soy solo un hombre que se aferra a un milagro. Y cuando ese día llegue —porque sé que llegará—, cuando Arien despierte y sus labios pronuncien mi nombre… lo abrazaré y no lo soltaré nunca más.

El planeta donde ahora vivo es un lugar extraño y despiadado, un mundo teñido de ocres y rojizos, donde el horizonte siempre parece arder bajo dos soles que jamás dan tregua. El aire es pesado y seco, cargado de partículas de arena que se cuelan en cada rendija y cortan la piel como diminutas cuchillas. Aquí, el viento nunca calla; sopla con fuerza durante el día y se convierte en un gemido interminable por las noches, cuando la temperatura desciende de golpe y todo se vuelve gélido.

Los habitantes de este mundo son criaturas resistentes, moldeadas por el clima brutal. La mayoría posee piel de tonos anaranjados y rojizos, gruesa como una armadura natural, y en los más ancianos esa piel se ha ido endureciendo hasta formar escamas duras, casi pétreas. Sus ojos, grandes y brillantes, tienen pupilas verticales que recuerdan a las de los reptiles, capaces de adaptarse tanto al sol abrasador como a la penumbra helada.

Al caminar por el mercado se puede ver la diversidad de razas que lo habitan: algunos son altos y delgados, de movimientos ágiles, casi serpenteantes, con colas largas que les sirven para equilibrarse en medio de las tormentas de arena. Otros son más corpulentos, de hombros anchos y extremidades cortas, con colmillos afilados que asoman incluso cuando sus bocas permanecen cerradas. Los más extraños carecen por completo de dientes, alimentándose de líquidos espesos o raíces blandas que crecen en las profundidades del suelo árido. Muy pocos conservan cabello; la mayoría protege sus cabezas lisas con vendas o mantos oscuros, no por vanidad, sino por necesidad, pues el sol castiga sin piedad.

La vida en este planeta no es sencilla. Yo mismo, con mi piel distinta y mis rasgos que no encajan con los de estas especies, llamo demasiado la atención. Por eso, casi siempre me cubro con una túnica amplia y un velo oscuro que me deja apenas los ojos descubiertos. Sin embargo, eso también se vuelve un tormento: la arena me quema los párpados, se mete en mis pestañas y nubla mi vista cada vez que el viento arrecia.

El mercado es un lugar caótico, lleno de voces guturales y olores extraños. Las frutas locales son esferas rugosas de pulpa amarga, y las carnes se venden colgadas en largas tiras secadas al sol, con un olor fuerte que se pega en la garganta. Los líquidos se almacenan en odres hechos con piel de animales, espesos y salados, necesarios para resistir la deshidratación.

Después de conseguir algo que apenas se asemeja a comida, regreso rápidamente a la pequeña casa de roca donde vivo. Nada ostentoso, apenas un refugio de paredes ásperas y techo bajo, igual que todas las demás del barrio en el que me encuentro. De día, esas paredes guardan un calor sofocante que parece no extinguirse nunca, y de noche se vuelven tan frías que incluso mi aliento se convierte en humo.

Aquí, todo es duro y áspero. La gente, el clima, incluso el silencio. No es un hogar… pero es el único lugar donde puedo mantenerme lejos de los dioses y esperar, en soledad, el día en que Arien vuelva a abrir los ojos.

Al llegar a la pequeña vivienda, dejé las compras sobre una mesa de piedra gastada por el tiempo. El silencio del lugar me envolvió de inmediato, roto apenas por el aullido del viento que se filtraba entre las rendijas de las paredes. Caminé despacio hacia mi habitación, ese único espacio que realmente importaba dentro de este refugio áspero y solitario.

Allí, junto a una cama estrecha cubierta con mantas ásperas, descansaba la esfera. Su superficie metálica brillaba tenuemente bajo la luz rojiza que se filtraba por la ventana; era un artefacto de una tecnología tan avanzada que parecía fuera de lugar en este mundo primitivo. Fue creada por la madre de Lucien con un solo propósito: preservar el cuerpo de Arien, mantenerlo intacto, suspendido en un letargo eterno mientras yo encontraba una forma de devolverle la vida.

Me acerqué con pasos lentos, conteniendo la respiración, como si al mínimo ruido pudiera quebrar la frágil ilusión que me sostenía. Dentro de la esfera, Arien parecía dormir. Su rostro sereno, sus párpados cerrados con suavidad, daban la cruel impresión de que bastaría con susurrar su nombre para verlo abrir los ojos y sonreírme otra vez.




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