Capítulo 1. Sofi
En la combi había un montón de gente. Una anciana con enormes bultos ocupaba el asiento del pasillo y no dejaba de manosear su bolso de cuadros, que tenía apoyado a su lado, justo en medio del camino.
¿Por qué no podía estar tranquila? «¿Acaso parezco alguien capaz de robarle sus trastos?», pensaba Sofi.
Ella se inclinaba sobre la mujer, pues detrás de su espalda estaba parado un hombre corpulento; a la derecha, el tirante de la mochila de un muchacho que no alcanzaba a ver le apretaba el codo; y a la izquierda se pegaba un adolescente lleno de granos, que, incluso allí, en la combi abarrotada, no apartaba la vista del móvil. Tecleaba frases en Telegram y ponía “me gusta” a las respuestas.
En cada parada la combi frenaba de golpe, con un chirrido. Todos los pasajeros se mecían hacia adelante y hacia atrás.
—¡Abuelita, pase el dinero del pasaje!
El chico a su derecha lo dijo en voz alta y, tras una pausa, comenzó a empujar a Sofi en el hombro.
—¡Le hablo a usted! Abuelita, por favor… —se detuvo un instante, sorprendido por el rostro desconcertado de Sofi, pero luego insistió con terquedad—. Pase el dinero del pasaje.
Ella agarró el billete y lo pasó hacia adelante, en dirección al conductor. Después bajó la cabeza y estuvo a punto de echarse a llorar. Su cara se tornó del color de la remolacha, y el ánimo, que ya estaba arruinado desde la mañana, cayó por completo. Incluso entró en números rojos.
¡Abuelita! ¡Qué abuelita! ¡Si ni siquiera había cumplido veinticinco años! En tres meses Sofi pensaba celebrar su veinticinco cumpleaños. Tal vez lo que confundió a aquel chico fue el pañuelo con el que ella se había envuelto la cabeza, porque hacía poco había estado enferma. Y esa mañana su madre la había obligado a ponérselo.
—¡Ese gorro no! —gritaba—. ¡Has estado muy enferma! ¡Con ese gorro tienes el cuello descubierto! ¡Y las orejas! ¡Te volverás a enfermar, y yo tendré que comprarte medicinas caras! ¿De dónde sacaremos dinero? ¡Las mujeres ucranianas siempre han llevado pañuelos!
Sí, lo llevaban. Y aún los llevan. Pero con flores, con colores vivos. No esos grises, de lana, probablemente heredados de alguna abuela. Y encima el abrigo de su madre, que Sofi estaba usando desde el año pasado. De un color pantanoso, con un forro de piel de un animal desconocido. Por culpa de él en la oficina la llamaban Kikimora del Pantano. No a la cara, claro. Pero Sofi lo había escuchado una vez, cuando pasaba por el pasillo y las chicas, escondidas en las escaleras en su improvisada zona de fumadores, hablaban de ella.
—¿Cómo se puede salir vestida así? —chillaba Ludmyla Firtenko.
Tenía una voz aguda y chillona, y muchas veces por teléfono se la podía confundir con la de una niña.
—El sueldo aquí es bastante decente. Podría comprarse una chaqueta, aunque no sea cara. ¡Pero se pone cada cosa!
—No todos, Ludmyla, pueden permitirse spas y salones de belleza caros —defendía Vira a Sofi, pero con desgana, solo por decir algo.
—Y ese peinado tan aplastado, siempre la misma coleta. Mejor se cortara el pelo, tal vez se vería más agradable —no cedía la voz chillona.
—He oído que tiene problemas en casa. Quizás gasta el dinero en otras cosas, no en ropa ni en ella misma —respondía otra vez Vira.
A Sofi de repente se le apretó la garganta tanto que casi no pudo respirar. Se echó a correr de nuevo hacia el baño de mujeres, de donde acababa de salir, y allí lloró todo el descanso del almuerzo. Le dolieron tanto aquellas palabras, oídas a escondidas, que no pudo contenerse.
Y ahora sentía que, si no hacía algo, iba a ponerse a llorar allí mismo, en la combi abarrotada. Así que se abrió paso hasta la puerta y bajó en la siguiente parada, aunque todavía faltaban tres más para llegar a la oficina.
Caminaba pensando en su vida de porquería. Sí, claro que podría comprarse una chaqueta. Y hacerse un corte de pelo también. Pero eso si viviera sola, siendo dueña de sí misma. Sin embargo, Sofi, a sus veinticinco años, vivía con su madre y su padrastro. Y hacía tiempo que soñaba con mudarse, alquilar un pequeño apartamento, aunque fuera una habitación, y vivir tranquila, sin peleas ni dolor, que la perseguían ya por cinco años. Pero no podía.
Su madre estaba muy enferma. Quizás solo fingía, como decía la vecina tía Zoia, que vivía en el mismo rellano y, a su manera, compadecía a Sofi. Pero igual ella sentía lástima por su madre, que siempre tenía un aspecto agotado y marchito. Nunca había trabajado, y tras la muerte de su marido, cuando Sofi tenía dieciséis, sufrió un fuerte estrés. Los médicos aseguraban que con el tiempo pasaría. Pero ya llevaban casi diez años. Ni siquiera la llegada del padrastro (cuando Sofi estudiaba a distancia el último curso de Economía y trabajaba en una pizzería) lo había aliviado.
El padrastro era pintor. Y tampoco trabajaba. Vivía en una búsqueda eterna de inspiración. Conoció a la madre de Sofi en una clínica, ambos se hicieron análisis y se unieron en torno a sus enfermedades. Ahora, sus pinturas, lienzos y cuadros inacabados ocupaban casi todo el piso.
Por eso el salario de Sofi iba entero a la comida y a las cosas necesarias de la casa. Y a las medicinas de su madre. Para ropa nueva no había dinero, ni fuerzas, la verdad. En el trabajo terminaba tan cansada que apenas lograba llegar a la cama.