Capitulo 3. El medallón
A decir verdad, a Sofi le gustaba su trabajo. Cuando trabajaba en la pizzería, tenía que sonreírle al cliente con naturalidad, repetir frases aprendidas de memoria, y eso la tensaba un poco. Le costaba acercarse a la gente, comunicarse. Y allí, con una sonrisa postiza pegada al rostro, tenía que hablar y hablar todo el día. Porque no tenía estudios de cocina, así que la habían contratado como empleada para tomar pedidos. El local de la pizzería era pequeño, como un quiosco —de esos que se llaman “comederos rápidos”—, pero contaba con equipos modernos y todo lo necesario. Era parte de una gran cadena de pizzerías conocidas. Allí, Sofi aprendió a mantener la sonrisa incluso cuando tenía el alma triste, aunque ya hacia el anochecer aquella sonrisa se transformaba casi en una mueca. Pero bueno, detalles menores.
Y precisamente por eso la chica apreciaba su trabajo actual: tranquilo, monótono, relajante. ¡Sin sonrisas forzadas! En silencio fregaba, lavaba, limpiaba, aspiraba, pulía, restregaba… y pensaba mucho. A Sofi le encantaba soñar y fantasear.
Justo ahora, mientras barría junto a la gran ventana del segundo piso, desde la cual se abría una preciosa vista a la carretera nevada y a los pinos cubiertos con gorros de nieve, la chica soñaba con mil cosas. Por ejemplo, sería genial ver a la Reina de las Nieves. Afuera empezaba a nevar; tal vez era ella quien se acercaba ahora a la mansión, la llamaría, y se la llevaría a su palacio helado. Seguro que allí sería mejor que en casa. Sofi suspiró, recordando de inmediato a su madre. Y sería aún más genial —pensó con una sonrisa traviesa— si su mamá se convirtiera, por ejemplo, en una gatita. Sofi la querría igual, pero así podría liberarse un poco de la tensión constante que la acompañaba los últimos años y, tal vez, tener un romance. Esa expresión “tener un romance” le encantaba, porque implicaba, claro, un chico, relaciones románticas, flores, cine, cafeterías, coqueteos, besos… todo como en las novelas de amor que Sofi devoraba una tras otra.
En la escuela, en los últimos cursos, cuando sus compañeras empezaban a salir con chicos, Sofi no tenía tiempo para eso. Estudiaba mucho, su padre estaba enfermo, luego murió, y después su madre la cargó con sus propios problemas. En la universidad, otra vez lo mismo: estudio constante —porque a Sofi le gustaba hacer todo de forma impecable— y además trabajo a tiempo parcial. Una vez un compañero la invitó a una cafetería. Charlaron de nada, bebieron café con pastelitos, rieron mucho. Yaroslav era un buen chico, y tal vez entre ellos podría haber surgido algo, pero su madre intervino y lo arruinó todo.
—¡Todavía es temprano para formar una familia! —le repetía día tras día—. ¡Él solo quiere una cosa de ti, y tú bien sabes cuál!
Era más fácil renunciar que discutir. Aquella debilidad suya la irritaba profundamente. Sabía que podía defenderse, pero simplemente no tenía ganas. Tal vez le daba pena su madre, siempre triste y de mal humor en aquella época.
La escoba se deslizaba por el suelo al ritmo de sus pensamientos: rítmico, tranquilo, hipnótico. De repente, algo rodó bajo sus pies, golpeado por un movimiento de la escoba. Sofi se inclinó y vio un objeto que había caído frente a ella describiendo una curva. Era un pequeño medallón, de esos que se llevan al cuello. Se podían abrir y ver una diminuta foto dentro, o guardar allí alguna cosita. Sofi recordó enseguida las novelas de caballería y los mechones de cabello de la dama amada que los caballeros llevaban en esos medallones como símbolo de amor y fidelidad.
Estaba hecho en forma de corazón abombado y tenía aspecto de baratija barata, bisutería del tipo que adoran las adolescentes. Pero los símbolos grabados en él estaban elaborados con gran maestría, con una precisión casi minuciosa.
La chica levantó la joyita y estuvo a punto de dejarla en la caja donde colocaba los objetos tirados por la habitación: bolígrafos, lápices, papeles arrugados, clips… Evidentemente, estaba limpiando el despacho del dueño de la casa, porque el gran escritorio, las estanterías repletas de libros y las pilas de periódicos y revistas sobre las sillas lo delataban. Pero algo la detuvo. Claro, la simple curiosidad. No, no pensaba quedarse con el medallón; Sofi era una chica honesta y correcta. Pero sí moría de ganas por ver qué había dentro.
Intentó abrirlo levantando el borde con los dedos, pero los guantes de goma con los que siempre limpiaba le estorbaban. Así que se quitó uno, el de la mano derecha, y con la uña trató de hacer palanca en el borde del corazón.
El medallón se abrió de golpe, y de su interior brotó una luz azul deslumbrante que la cegó. Sofi sintió cómo todo se oscurecía ante sus ojos… y perdió el conocimiento...
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