Los dragones mueren al alba

Capitulo 5. En la nieve

Capitulo 5. En la nieve

Sofi despertó por el frío. Estaba tendida sobre la nieve, en medio de un campo que parecía no tener fin. Dondequiera que mirara, solo había un blanco infinito que brillaba bajo el sol y le lastimaba los ojos. Llevaba puesto el mismo uniforme azul que había usado en la mansión: una camisa que se abotonaba por delante y unos pantalones con elástico. En la cabeza, un gorrito desechable tipo “diente de león” para que el cabello no estorbara al trabajar; en los pies, o mejor dicho, sobre las zapatillas, llevaba cubrezapatos. En la mano izquierda aún tenía un guante de goma, y en la derecha —el medallón encontrado en el suelo. Estaba abierto y vacío.

«¿Dónde estoy?» —pensó la chica, incorporándose sobre la nieve. El viento helado le atravesó la delgada camisa; debajo solo tenía una camiseta, y los pantalones se le empaparon al instante por detrás. Se levantó de un salto, comenzando a entrar en pánico, sin comprender todavía del todo su situación.

A lo lejos, en el horizonte, se alzaban unas montañas, apenas visibles porque el azul del cielo disolvía sus contornos también azulados. En lo alto, varios pájaros negros giraban en círculos, tan alto que no se podía distinguirlos bien. Y nieve, nieve, nieve... Mirarla dolía, tanto resplandecía bajo el sol del mediodía.

«¡Dios mío! —pensó Sofi—. ¿Qué ha pasado?» Comenzó a buscar explicaciones racionales con desesperación. «Por ejemplo, me desmayé en la mansión, alguien me cargó inconsciente y me dejó aquí para que muera... ¿Pero por qué? ¿Quién podría querer algo de mí y de mi vida miserable? ¿O será cosa de sectas satánicas o algo así? ¿De esas que necesitan sacrificios para sus horribles rituales?»

Pero alrededor solo había un campo de nieve lisa, sin una sola huella ni rastro de ruedas. Solo en el lugar donde Sofi había estado acostada quedaba una hondonada con la forma de su cuerpo y las marcas sin forma de sus zapatillas con cubrezapatos. Allí mismo yacía el otro guante de goma, el de la mano derecha, que al parecer había soltado al ponerse de pie.

¿Se podía aparecer así, de la nada, en medio de un campo vacío? Solo en los cuentos, en las películas fantásticas o en las historias de ciencia ficción con teletransportes. Sofi no estaba tan loca como para creer en tales cosas. Leerlas o soñarlas era una cosa, ¡pero vivir algo así en carne propia era otra muy distinta!

En su vida, siempre había sabido distinguir la fantasía de la realidad. Y esto, lo que tenía ante sí, era la realidad pura. La nieve era fría y mojada, el viento, cortante y helado; el sol la cegaba: ¡realidad en toda su fuerza! Además, recordó que hacía poco había estado enferma. Y ahora, al estar allí con una simple camisa bajo semejante clima, comprendía que podría enfermarse de nuevo en cuestión de minutos.

«Si no me muevo, voy a morir congelada», se asustó. Y empezó a caminar sin rumbo fijo, eligiendo la dirección donde creía ver las montañas. «De todas formas voy a morir congelada», comprendió Sofi después de dar unas cuantas docenas de pasos. Sus piernas se hundían profundamente en la nieve; caminar era difícil y dolorosamente frío. La chica comenzó a llorar en silencio. Las lágrimas, calientes al principio, se enfriaban al instante sobre sus mejillas. Los pensamientos se confundían; sus zapatillas ya estaban llenas de nieve, los pies entumecidos, casi insensibles. Con las manos, aferraba instintivamente los guantes (había recogido el segundo) y el maldito medallón.

«Sí, el medallón, es cosa suya», pensaba débilmente Sofi. Y aquel Mykhailo Vasylovych Bolotnyi, con su extraño pedido de no destruir la basura, también era sospechoso y desagradable. Desde el principio no le había caído bien. Vasylina Pavlivna tenía razón: ¡ese hombre no era nada simple! Seguramente, este medallón era lo que él buscaba. Y Sofi no lo habría abierto si no fuera por su curiosidad, por esos malditos romances de caballeros. ¡Porque cómo deseaba encontrar dentro un retrato de alguna dama o caballero, o una reliquia preciosa para alguien! Algo que para todos los demás no significara nada, pero para su dueño fuera un tesoro del alma. Sofi solo quería asomarse un instante a una vida ajena, una vida con amor, con encuentros románticos, con besos… Ser parte de algo misterioso (y por supuesto, mucho más interesante que su rutina diaria).

Y fue justo después de abrir el medallón cuando todo esto ocurrió. Quedó atrapada en la nieve. Frío, viento, hielo, desesperanza… Podía quedarse quieta, daba igual: tarde o temprano moriría congelada en aquel campo. Ah, su vida había sido tan vacía, tan insignificante… Y ahora acabaría aquí, sin sueños, sin nuevas emociones, sin nada. ¡Y ni siquiera había besado a nadie! Ese pensamiento absurdo sobre el beso la golpeó con tanta fuerza que Sofi rompió a llorar en voz alta, sollozando, compadeciéndose de sí misma. Si pudiera empezar de nuevo, jamás dejaría que la manipularan como lo hacía su madre; sería fuerte, firme, obstinada. Tenía esas cualidades: podía sonreír todo un día trabajando en la pizzería, podía terminar la escuela con medalla de oro y la universidad con diploma de honor. ¡Podía hacerlo todo! Pero no lo suficiente como para defender su derecho a una vida propia. Y al comprenderlo, lloró aún más fuerte.

Luego tropezó y cayó sobre la nieve. Estar tendida allí se sentía bien, cómodo incluso. Y cálido. Le entraron unas ganas irresistibles de dormir. Sofi comprendió que se estaba congelando. «Bueno, que así sea —pasó el pensamiento—. Solo me da pena el beso».

Y ya en el límite entre el sueño y la realidad, casi dormida, vio pasar una sombra en el cielo y sintió cómo la tierra temblaba bajo unos pasos cercanos, pesados. Pero ya le daba igual...




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.