Los elegidos del amor

El Cinturón de Kuiper

Más allá de la órbita de Neptuno, entre 30 y 55 unidades astronómicas del Sol, se extiende una región silenciosa y vasta que los antiguos llamaban Lufghar. Hoy, la ciencia la conoce como el cinturón de Kuiper: una zona helada del espacio, repleta de millones de cuerpos congelados, fragmentos primitivos que aún conservan la memoria del nacimiento del Sistema Solar. Pero para quienes recuerdan los cantos del origen, el Lufghar es mucho más que eso. Es un santuario de vibraciones antiguas, un umbral entre lo visible y lo velado.

Se cuenta que antes del tiempo, cuando ni siquiera existía la palabra soledad, los dioses sembraron allí la primera luz consciente. No fue una explosión ni un mandato, sino un susurro: una pulsación sutil que despertó la materia dormida. En medio de esos hielos ancestrales nació una vibración distinta, una melodía que no se puede medir ni atrapar. De ella emergieron los Ritaris, espíritus de amor puro que vagaban entre las estrellas.

No poseían forma fija, pero su fulgor era capaz de sanar constelaciones heridas. Eran ternura en estado cósmico, equilibrio en movimiento, memoria viva de lo que une sin poseer. Su presencia no se imponía: se ofrecía. Allí donde el caos amenazaba con devorar la armonía, los Ritaris llegaban como brisa estelar, restaurando el pulso de lo esencial.

Su misión era simple y sagrada: recorrer los rincones del universo, llevando su energía luminosa a los lugares más oscuros de la existencia. No eran mensajeros ni salvadores, sino guardianes del vínculo invisible que sostiene la vida. Para ello, viajan ocultos en cometas, integrándose a sus núcleos como espíritus errantes. No requieren portales ni tecnología: su tránsito es silencioso, su irradiación constante, como una plegaria que nunca cesa.

Sin embargo, los dioses les impusieron una advertencia sagrada: no revelarse ante nosotros. Porque aunque su luz puede tocar mundos, hay secretos que solo se revelan cuando el corazón está listo para escuchar. Y los humanos, aún jóvenes en su evolución, deben aprender a distinguir el brillo del ego del resplandor del alma.

Así, el Lufghar permanece como un eco latente en los confines del Sistema Solar. Para la ciencia, es hielo y distancia. Para la memoria profunda, es cuna de ternura, origen de los Ritaris, y promesa de que incluso en el frío más antiguo… puede nacer la luz que sana.

Desde la formación de la Tierra, los Ritaris nos han visitado cada 76 años, ocultos en el núcleo de un cometa que cruza nuestros cielos con puntualidad cósmica. Para la mayoría, su paso es solo un espectáculo astronómico: el regreso del cometa Halley. Pero para quienes escuchan más allá del ruido, cada aparición es también un susurro del Lufghar, un recordatorio de que no estamos solos.

El primer registro documentado del cometa se remonta al año 239 a.C., según fuentes históricas chinas. En aquel entonces, los astrónomos observaron un objeto brillante en el cielo que coincidía con lo que hoy conocemos como Halley. Aunque aún no se reconocía su periodicidad, ese avistamiento formó parte de una larga serie de observaciones que, siglos más tarde, permitirían al astrónomo británico Edmund Halley identificar su patrón orbital. En 1705, Halley notó que los cometas vistos en 1531, 1607 y 1682 compartían características similares, y predijo correctamente su regreso en 1758. Su acierto confirmó la teoría y dio nombre al cometa.

Sin embargo, hubo una visita anterior, más antigua y más misteriosa, registrada en el año 466 a.C. por los antiguos griegos. Lo describieron como una luz persistente, acompañada de la caída de un gran meteorito en el norte de Grecia. Lo que los sabios no sabían —o quizás sí, y lo ocultaron en sus mitos— es que dentro de ese fragmento estelar descendió Rita, la primera Ritaris en desobedecer las leyes de los dioses. Ella no quería simplemente observar: deseaba conocer de cerca a los humanos.

Al tocar la Tierra, su energía se dispersó como un suspiro en el viento. Durante siglos, permaneció entre nosotros, invisible pero presente, observando nuestras luces y sombras, nuestras guerras y cantos, nuestras búsquedas torpes de sentido. Cada vez que el cometa volvía a cruzar el cielo, Rita sentía el llamado del Lufghar: era su oportunidad de regresar al origen, de volver a danzar entre las estrellas. Pero dudaba.

Sentía que, a pesar de todo este tiempo junto a nosotros, no había logrado conocernos. Percibía que la soledad nos envolvía como un velo constante, que nuestras conexiones eran frágiles, que el miedo nos separaba incluso en medio del abrazo. Se decía a sí misma que no podía abandonarnos. Su misión era traer luminosidad, y los humanos la necesitaban más que nunca.

Mientras más tiempo pasaba a nuestro lado, más comprendía que aún teníamos mucho que aprender. Que la ternura, la empatía y el equilibrio eran semillas apenas germinando en nuestro planeta. Entonces, decidió quedarse. Ignoró el llamado del cometa y comenzó a buscar una forma de ayudarnos de manera más profunda y directa. Quería transformar su energía en materia viva.

No deseaba ser solo una visitante, ni limitarse a ser parte del tejido invisible que sostiene lo humano. Ella quería realmente conocernos, poder sentirnos en carne propia. Por eso emprendió un viaje hacia el único lugar en la Tierra donde, según las leyendas, es posible hacer realidad un deseo: el Bosque de Acteón, un enclave donde el tiempo se curva y los anhelos se escuchan como cantos antiguos.

Su deseo era claro y complejo: convertirse en carne. Quería sentir lo que los humanos sienten, conocer la brisa en la piel, el dolor en los huesos, los olores que despiertan memorias, los sabores que cuentan historias. Quería llorar, reír, abrazar. Quería vivir.




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