Los años transcurrieron con rapidez. Edmund, mientras estudiaba en el Queen’s College de Oxford, comenzó a destacarse en matemáticas y astronomía con una intensidad que parecía guiada por algo más que talento. Su mente brillaba como si respondiera a una frecuencia oculta, una vibración que no todos podían captar.
Durante ese periodo, fue presentado por carta a John Flamsteed, el primer Astrónomo Real, lo que dio inicio a una colaboración que lo acercaría al Observatorio de Greenwich y, sin saberlo, al corazón mismo del destino estelar.
Sin embargo, en paralelo, algo más profundo se gestaba.
Su vínculo con Rita pasaba inadvertido para el mundo, como si fuera parte del aire que lo envolvía. Vivían con su familia en Haggerston, una zona tranquila de Middlesex, y aunque nadie más la percibía, Rita estaba allí. No como sombra, sino como presencia constante, como compañía que tejía sentido en lo cotidiano.
Lo acompañaba en sus caminatas al amanecer, cuando Edmund salía a observar el cielo antes de clases. Él sentía que los ladridos de Rita eran susurros cifrados, que le ayudaban a ordenar sus pensamientos cuando las ecuaciones se volvían laberintos. En las noches de duda, cuando se preguntaba si sus ideas eran demasiado audaces, Rita le ofrecía contención. Su mirada le transmitía una energía que parecía provenir de las estrellas mismas.
En los pasillos de Oxford, Edmund parecía solo. Pero en su habitación, Rita lo guiaba en la lectura de patrones invisibles, trazando constelaciones que ningún otro estudiante podía ver. No interfería, solo sostenía. Le dejaba notas en los márgenes de sus cuadernos, pequeñas frases que solo él podía leer: "No olvides mirar al sur." "La clave está en el ritmo, no en la forma."
Edmund no comprendía cómo aparecían esas notas. A veces estaban en sus libros, otras en los pliegues de sus pensamientos. No lo entendía del todo, pero percibía que era Rita quien le hablaba sin palabras, como si sus ideas fueran sembradas desde otro plano. Sentía que todo era mágico. A veces incluso dudaba de su cordura, preguntándose si no estaría atravesando algún tipo de trastorno mental.
Pero no era locura, ni sueño. Era ella. Una vibración que sentía natural, que lo había acompañado desde muy pequeño y que ahora, desde Haggerston hasta Oxford, parecía susurrarle a través del universo.
Rita no intervenía directamente en sus estudios, pero era un impulso silencioso que lo guiaba desde otro plano.
A menudo, al mirar el cielo, la sentía allí, en la constelación que aún no tenía nombre. En la pausa entre dos cálculos. En el silencio que precede a una revelación. Luego la miraba y le decía: —Rita, tú debes haber nacido en las estrellas. Ella lo miraba con devoción, y él la abrazaba largamente.
Su amistad se fue forjando en esos espacios invisibles. Rita lo contenía, lo guiaba sin imponer. Era como si el cosmos le hubiera asignado una guardiana, una aliada que solo él podía ver y percibir. Y aunque no entendía cómo ni por qué, Edmund aceptaba su presencia como se acepta la gravedad: sin verla, pero sabiendo que sostiene el mundo.
Lo que ninguno de los dos sabía —al menos no por completo— era que aquel primer encuentro había desencadenado algo mayor. No solo se conocieron dos seres: se cruzaron frecuencias de tiempos distintos, se entrelazaron lo divino y lo terrenal. El evento provocó un desequilibrio cósmico. Realidades paralelas se rozaron. Se abrieron fisuras en el tejido del mundo, y en distintos puntos del planeta comenzaron a emerger portales invisibles que conectaban lo mágico con lo antimagico.
Por primera vez, ambas realidades eran tocadas por la antimateria, y el riesgo era total: si no se equilibraba, todo podía perderse.
Rita lo sintió apenas las manos de Edmund la acariciaron por primera vez. No como pensamiento, sino como mensaje de los dioses, como eco ancestral que vibró en su médula. Sintió el peso de su decisión al mostrarse ante él. Comprendió que su desobediencia —al abandonar su rol como portadora de luz— había dejado expuesto su mundo. Por eso el quiebre. Y por eso, juntos, debían intentar reparar el daño. De alguna manera, debían salvar a la humanidad.
Los portales nunca habían estado conectados con seres no celestiales. Era incierto lo que podía suceder. Pero uno de ellos, el más cercano, palpitaba. La llamaba. Estaba en la isla de Santa Elena, en el hemisferio sur. Desde allí podía verse un mapa estelar oculto, solo visible desde esa latitud. Y ese mapa era la clave.
Rita supo que no tenía más remedio. Debía conectarse a otro nivel con Edmund. Tenía que ser clara y precisa. Por eso decidió hablarle en su idioma. Y sin preámbulos, lo hizo.
Edmund se estremeció. Fue como un shock de realidad invertida. Sabía que ella era especial, pero jamás imaginó que fuera un ser de otra dimensión. Se sintió fascinado, lleno de preguntas. Rita tuvo que contarle quién era realmente, de dónde venía, cuál era su misión, por qué había tomado esa forma, por qué solo él podía verla.
Le reveló que al dejar sus responsabilidades como portadora de luz, había abierto una grieta que exponía su mundo. Y que ahora, juntos, debían restaurar el equilibrio. Que los Ritaris ya lo sabían. Que estaban en camino para ayudarlos.
Pero no llegarían sino hasta algunos años más.
Rita intentó volver a transformarse en energía. Lo deseó con urgencia, lo intentó una y otra vez, pero nada ocurrió. Los pliegues del tiempo que antes recorría como vibración le eran ahora inaccesibles. Estaba atrapada en el cuerpo de un perro. Un cuerpo que ya no era vehículo, sino frontera.
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Editado: 06.10.2025