Antes de que el horizonte se abriera hacia el Atlántico Sur, Edmund ya había comenzado a navegar dentro de sí. Oxford, con sus torres de piedra y tratados encuadernados, se volvía estrecho. La bóveda celeste lo llamaba con una voz que no era del todo humana, como un eco antiguo que vibraba en su médula.
A pesar de la premura, el viaje no sería rápido: había demasiados detalles que resolver antes del embarque. Para una expedición científica como la que Halley proponía, los preparativos podían tomar entre cuatro y ocho meses, según la complejidad del trayecto, el respaldo institucional y los recursos disponibles.
Aunque contaba con el apoyo de la Corona y el financiamiento de su padre, gestionar el embarque, contratar marineros, asegurar provisiones y coordinar con el puerto de Londres requería tiempo y negociación.
Además, la fabricación y calibración de los instrumentos necesarios —sextantes, cronómetros, telescopios y lentes— exigía una precisión casi ritual. Algunos debían ser encargados a artesanos especializados, lo que podía tomar semanas o incluso meses.
En el siglo XVII, el viaje en barco desde Londres hasta la isla de Santa Elena podía durar entre seis y diez semanas, dependiendo de las condiciones climáticas, las rutas elegidas y las paradas intermedias para abastecimiento.
La travesía cruzaba el Atlántico, bordeando la costa occidental de África antes de dirigirse hacia el sur, hasta alcanzar esa isla remota en medio del océano. Santa Elena era entonces una estación estratégica para los británicos: no solo facilitaba la logística de expediciones científicas, sino que también servía como punto de reabastecimiento para los grandes barcos mercantes de la Compañía de las Indias Orientales que viajaban hacia Asia.
Parecía una misión imposible. Demasiado tiempo. De aquí a que lograran coordinar todo, quizás ya sería demasiado tarde. La única alternativa viable era abandonar los protocolos, tomar el dinero que le había dado su padre y unirse a un barco mercante británico que ya estuviera en ruta hacia el Atlántico Sur, especialmente uno que hiciera escala en Santa Elena como parte de su travesía hacia la India o el sudeste asiático.
El barco elegido fue un East Indiaman, cuya ruta incluía una parada en Santa Elena para reabastecerse. Pero Edmund debía ser aceptado como tripulante. En esa época, los marineros eran seleccionados según una mezcla de necesidad, reputación, contactos y conveniencia. No existía un sistema formal de reclutamiento, pero sí ciertos criterios prácticos y sociales.
La mejor alternativa era presentarse como observador, cartógrafo, naturalista o astrónomo, destacando su utilidad para la navegación. Si se requería una validación oficial de sus conocimientos, tendría que conseguir una carta de recomendación de alguien influyente. Por eso, Edmund decidió acudir a John Flamsteed, el Astrónomo Real, aunque no tenía certeza de lograrlo.
Esta vez fue Rita quien le dijo que no se preocupara. Le comentó que no deberían tener problemas, pues ella —con su energía luminosa— podía influir sutilmente en los corazones de las personas, llenándolos de bondad. Flamsteed no debería dudar en querer ayudarlo. La gran pregunta era si Edmund debía contarle lo que realmente estaba ocurriendo.
A primera hora del día, Edmund y Rita partieron rumbo al Observatorio Real de Greenwich. El sol apenas rozaba los tejados de Londres cuando cruzaron el puente de Blackfriars, envueltos en una bruma que parecía susurrar secretos del cielo.
El observatorio aún no estaba construido del todo, pero Flamsteed pasaba allí sus jornadas, supervisando la instalación de instrumentos, trazando planos y conversando con los albañiles como si cada piedra fuera parte de una constelación. Rita lo sabía. Por eso insistió en que lo encontrarían allí.
El trayecto desde Oxford a Greenwich había comenzado la tarde anterior. Viajaron en diligencia hasta Londres, en un recorrido de unas doce a quince horas, dependiendo del clima y del estado de los caminos. Pasaron la noche en una posada junto al río, y al amanecer tomaron un barco fluvial por el Támesis, siguiendo la corriente hacia el este, hasta llegar a Greenwich en menos de dos horas.
Durante el viaje, Edmund repasaba mentalmente lo que diría. Llevaba consigo sus mapas, una carta sin escribir. Rita, en su forma terrestre, se mantenía cerca, percibiendo los campos magnéticos del lugar como si fueran melodías.
Al llegar, el observatorio se alzaba como una promesa aún en construcción. Los muros de ladrillo rojo, recién asentados, desprendían un olor terroso y húmedo, como si aún recordaran el vientre de la cantera. Los andamios de madera crujían suavemente con el viento, y la cúpula —incompleta— parecía extender sus brazos hacia el cielo sin alcanzarlo del todo, como una pregunta suspendida en el aire.
El edificio se erguía sobre una colina suave en Greenwich Park, rodeado de robles centenarios, hayas y castaños que susurraban entre sí con hojas doradas por el inicio del otoño. Las ramas se mecían como péndulos naturales, marcando un tiempo distinto al de los relojes. A lo lejos, el Támesis brillaba como una serpiente de plata, y el murmullo del agua llegaba como eco lejano de otros viajes.
En los bordes del claro, entre los matorrales, se movían discretamente petirrojos y urracas. Llamaba la atención un ciervo joven que se aventuraba desde la espesura. Las ardillas correteaban entre los troncos, y Rita percibía sus movimientos como señales: cada criatura parecía formar parte de un lenguaje oculto que solo ella entendía.
#1508 en Fantasía
#162 en Ciencia ficción
aventura amor misterio, magia aventuras misterio amores amistad, espitual
Editado: 06.10.2025