John Flamsteed fue el primer Astrónomo Real, dedicado a observar los cielos, cartografiar estrellas y establecer orden en lo invisible. Nació en Denby, Inglaterra, en 1646. Su infancia estuvo marcada por la pérdida y la enfermedad. La muerte temprana de su madre dejó un silencio que se volvió estructura, una ausencia que no solo habitó la casa, sino también su cuerpo. Tenía apenas cuatro años cuando ella partió, y aunque no comprendía del todo la magnitud de esa pérdida, algo en él se quebró y se reordenó para siempre.
Durante meses, buscó su voz en los rincones, en el crujido de las tablas, en el aroma de las sábanas. El duelo no fue un evento, sino un clima: una niebla que se instaló en su mundo y lo volvió introspectivo. Su padre, aunque presente, se volvió sombra de sí mismo, y John aprendió a convivir con el dolor como quien aprende a leer un idioma secreto. La casa se convirtió en un santuario de memorias, y él, en su guardián silencioso.
Una afección reumática crónica lo apartó de la escuela y de los caminos convencionales del saber. Mientras otros niños corrían por los campos, él cuidaba la casa de su padre, escuchaba el lenguaje secreto de las vigas y se refugiaba en los libros, en los cálculos, en el misterio del firmamento. El cielo, vasto y ordenado, le ofrecía lo que la tierra le había negado: sentido, permanencia, belleza. Cada estrella era una posibilidad de reencuentro, cada órbita una forma de consuelo.
Desde muy pequeño, aprendió a leer no solo palabras, sino patrones: el ritmo de las estaciones, el temblor de las hojas, la geometría de las sombras. Su cuerpo, limitado por el dolor, se volvió un instrumento de observación. Cada día era una travesía entre lo visible y lo oculto. El mundo exterior le era ajeno, pero el universo interior se expandía como una constelación en formación. Su infancia no fue una anécdota, sino una iniciación. En la fragilidad de su cuerpo se templó la fuerza de su espíritu. En el silencio de su hogar se gestó la música de las esferas.
Fue autodidacta por necesidad y contemplativo por destino. En su adolescencia, sin maestros ni títulos, comenzó a observar eclipses, a calcular efemérides, a escribir con precisión lo que otros apenas intuían. Su mirada no era la del científico institucional, sino la del cazador de signos, el lector de lo invisible. En su soledad nació una vocación que cambiaría la historia de la astronomía.
Y aunque su formación comenzó en la penumbra del aislamiento, finalmente accedió a estudios formales. Ingresó en la Derby School y más tarde en el Jesus College de la Universidad de Cambridge, donde profundizó en matemáticas, física y teología. Fue ordenado diácono, y su saber astronómico comenzó a entrelazarse con una visión espiritual del cosmos. En 1675, por decreto real, fue nombrado “Observador Astronómico del Rey”, y se le encargó la creación del Real Observatorio de Greenwich, cuya primera piedra él mismo colocó.
Pero el hecho que marcó su vida fue el mismo que dio inicio al viaje de Rita en el Bosque de Acteón.
John creció escuchando las historias que contaban los lugareños sobre unas luces que parecían danzar en la noche. Decían que si uno era capaz de verlas, podían concederle un deseo. Él sabía que debía ser un cuento de niños; su lógica científica no daba cabida a otra posibilidad. Sin embargo, el deseo de aliviar su enfermedad era tan profundo que no dudó en buscar el origen de esa luz, al igual que Rita. Solo quienes han cruzado el umbral del dolor y la ternura pueden encontrarlo.
John había sufrido mucho, pero su corazón estaba lleno de bondad. Las maravillas del cielo habían nutrido su alma, y eso le permitió encontrarse con el bosque. Su experiencia fue distinta a la de Rita, pues él era solo un ser humano. El bosque no se reveló con palabras ni figuras míticas, sino como una presencia: una luz muy luminosa entre los árboles. No tenía forma definida, pero su vibración era clara, como si el aire mismo se hubiera vuelto consciente.
No se asustó. Al contrario, sintió que el bosque lo aceptaba. Caminó entre los troncos como quien entra en un templo, y cada paso parecía aflojar el dolor que lo había acompañado desde niño. La luz no le habló, pero le mostró algo más profundo: una constelación secreta que no estaba en los mapas, una geometría que unía su cuerpo enfermo con el pulso del universo.
Desde entonces, cada vez que observa el cielo, siente que hay algo más allá de los cálculos. Algo que respira entre las constelaciones. Su afección reumática no desapareció, pero pareció estancarse. Se sintió más vivo que nunca.
Cuando Rita se acercó a él, sintió esa misma energía que había en el bosque. Al mirarla, no la vio con los ojos, sino con el corazón. Rita se acercó a Flamsteed y lo miró con ternura. De alguna manera, se reconocieron. Él no sabía que ella era una Ritaris, pero reconocía la luz que habitaba en ella. Y eso bastaba para que pudiera verla.
En ese instante, el Bosque de Acteón se manifestó entre ellos, no como un lugar físico, sino como una memoria compartida, un pacto silencioso entre dos almas que habían tocado el misterio.
Rita se acercó a Edmund y le susurró con voz suave, como si el bosque aún la habitara: —John es especial. Tiene un alma noble. La luz habita en él también. Podemos confiar en él.
Luego lo miró con firmeza, como quien entrega una llave: —Díselo todo. Él nos ayudará.
Antes de que Edmund pudiera pronunciar palabra, John se abalanzó sobre él con un abrazo cálido y repentino. —Estoy muy feliz de que estés aquí —dijo con emoción—. Algo en las estrellas había vaticinado este encuentro. De alguna manera, sabía que vendrías. Sé que no es una visita de cortesía. Dime, ¿en qué puedo ayudarte?
#1508 en Fantasía
#162 en Ciencia ficción
aventura amor misterio, magia aventuras misterio amores amistad, espitual
Editado: 06.10.2025