Leinad sintió una punzada que le recorrió la espalda y su corazón se aceleró de golpe. No fue una sensación clara y definida, pero la embargó un extraño presentimiento, como si un peligro inminente estuviera acechando, escondido por alguna parte. Quizás se debía a la ausencia de Ernesto. Siempre que salía a buscar alimentos u otras cosas necesarias la invadía cierto temor. No le gustaba quedarse sola con los niños en la cabaña.
Oscurecía y las copas de los árboles empezaban a agitarse con el viento. El bosque estaba tranquilo. Los zorrillos ya no aparecían desde que habían adoptado a Sam, un perro labrador que siempre estaba echado a sus pies, en constante vigilancia. Leinad observó el lago, algunos patos nadaban de forma despreocupada, en espera de que le echaran migajas de pan. Cristopher jugueteaba por los alrededores entre risas divertidas. Camila estaba a su lado, en una pequeña silla de madera, daba brincos de alegría mientras observaba a su hermano correr. Leinad no pudo evitar que una sonrisa surcara sus labios. Nada podía regocijarla más que ver crecer a sus hijos, sanos y a salvo. Ahora que llevaban tres años lejos de la civilización se sentía mucho más tranquila, aunque debía admitir que extrañaba un poco la luz eléctrica y las otras bondades del modernismo.
—¡Papá! — exclamó Cristopher con emoción.
Ernesto acababa de llegar. Traía dos mochilas colgando de sus hombros y las dejó caer en el suelo para poder cargar a su pequeño hijo que extendía sus manitas hacia él. Luego lo colocó sobre sus hombros, el niño se aferró a sus cabellos para no caer. Sam también comenzó a dar algunos saltos a su alrededor, al tiempo que meneaba la cola con alegría.
—No puedo cargarlos a los dos—bromeó Ernesto y acarició la cabeza del perro. Luego le dirigió una mirada complacida a su esposa. Leinad se acercó para recibirlo. Ambos se besaron en los labios—. ¿Cómo pasaron la tarde?
—Cristopher le echó comida a los patos y Camila dijo su primera palabra. ¿No te parece grandioso?
—Apuesto a que dijo papá. —Ernesto caminó hacia la entrada de la cabaña y bajó a Cristopher. Leinad torció los ojos con diversión, pero no respondió—. Creo que hoy tú friegas los platos.
Ernesto le guiñó un ojo. Habían apostado que, si Camila decía primero papá, Leinad lavaría los platos por una semana.
Leinad contempló su nuevo hogar con regocijo. La cabaña estaba hecha de piedra y la rodeaba un espeso bosque, por lo que era un lugar escondido, casi olvidado por la civilización.
—Quiero seguir jugando—protestó Cristopher e hizo un puchero.
Ernesto lo tomó nuevamente entre sus brazos y le dio un pequeño beso en la frente.
—Es muy tarde. Ahora te toca un buen baño.
Toda la familia entró en la casa. Cenaron juntos una deliciosa sopa de verduras y pollo. Ambos conversaron alegremente sobre los nuevos productos que vendían en el pueblo y de cómo los precios continuaban aumentando. Cristopher había hecho un desastre con su sopa. Dejó toda la mesa sucia y también su ropa. Minutos después, Camila comenzó a llorar. Leinad tuvo que mecerla un rato en el sillón para poder dormirla. Mientras tanto, Ernesto le dio un delicioso baño a Cristopher que terminó reluciente y oloroso, listo para que su madre lo acurrucara también. Ella comenzó a cantarles una canción de cuna. Cristopher la miraba con atención, con el dedo gordo metido en la boca. Poco a poco sus ojos se cerraron y sucumbió ante el sueño. Camila también quedó dormida sobre el pecho de su madre.
—Parecen unos angelitos—murmuró Ernesto que estaba sentado frente a ellos, sin poder dejar de mirar aquella conmovedora escena.
—Oh, mis dulces niños, estaban tan cansados—susurró Leinad, luego de depositarles un beso a cada uno en la frente.
Ernesto tomó a Cristopher en sus brazos y lo llevó hacia su cuarto. Lo dejó sobre una pequeña camita que le había construido días atrás y aseguró las barandas para que no cayera. Leinad entró a la habitación detrás de él con Camila en brazos y la puso en su cuna, justo al lado de la cama de Cristopher. Luego los arropó a los dos y se quedó mirándolos con regocijo.
—Son hermosos— murmuró—. Nuestros pequeños niños...
—Vámonos ya, antes de que se despierten— dijo Ernesto en voz baja.
Ambos se marcharon hacia la habitación principal. Cuando los dos estuvieron arropados uno al lado del otro en la cama, Leinad dejó escapar un suspiro.
—A veces tengo miedo de que todo esto se termine...de que mi padre me encuentre o que Rosman...—Ernesto la interrumpió con un siseo, no le gustaba tocar el pasado desde que se habían ido a vivir juntos.
—No va a pasar nada, mi amor, aquí estamos seguros y nadie sabe de nosotros hace años.
—Lo sé, pero temo por los niños, ellos van a crecer pronto. No podemos tenerlos alejados del mundo para siempre.
—No te preocupes por eso ahora, hallaremos una solución...—besó su frente—. Ahora descansa.
Ambos se quedaron dormidos uno junto al otro, abrazados. Solo se escuchaba el ruido del bosque y del viento que azotaba con violencia la rama de los árboles. Leinad no pudo dormir mucho tiempo, unas horas después despertó tras una pesadilla. Se sentó en la cama de golpe y miró a su alrededor con la respiración entrecortada. La habitación estaba oscura e impasible, no parecía que hubiera ningún peligro. Cerró los ojos e intentó seguir durmiendo, pero no podía concentrarse, un extraño miedo la invadía sin una razón aparente, como si alguien la estuviera mirando. Entonces escuchó los gruñidos de Sam. Se levantó de golpe y comenzó a mirar por la ventana.
—¿Lei...? ¿Qué está pasando? — preguntó Ernesto, al tiempo que se sentaba en la cama.
—Creo que hay alguien en la casa...