La población de Galea, capital del reino de Volcán, estaba orgullosa de su Festival Nacional de la Lectura, el cual se celebraba todos los años en julio. Los galeanos aprovechaban aquella singular celebración para comprar libros a precios económicos y participar de los innumerables juegos que ofrecía la ciudad. Las calles se abarrotaban de puestos vendiendo golosinas, juguetes, comida y, por supuesto, libros. La Avenida Real, en especial, era cerrada por conos y cordones que impedían el paso de los autos y permitían que los transeúntes recorrieran los puestos con tranquilidad, observando todas las ofertas disponibles. En la Plaza Central, la gente solía concentrarse para participar de algunos juegos didácticos relacionados con la lectura: rifas, competencias, recitales, etc. Al final del día, los reyes realizaban un discurso en el podio de la plaza. Era un día festivo que todos los galeanos deseaban disfrutar, en especial los más jóvenes, por esta razón Camila se había levantado temprano. Su padre se encontraba preparando el desayuno en la cocina cuando ella se sentó en la mesa del pequeño comedor de la casa.
—¿Una o dos tostadas? — preguntó Ernesto, alzando la voz para que Camila lo escuchara.
—Dos— respondió ella enseguida.
Ernesto pudo oírla a pesar del sonido del aceite friendo los huevos. Miró el reloj y supo que era tarde, necesitaba llegar temprano al trabajo para no tener problemas con su jefe. Aunque era abogado no podía darse el lujo de tener impuntualidades y menos con la escasez de empleo que existía en Galea.
Sacó los panes de la tostadora y casi se quema los dedos, los tiró en un plato y se dispuso a ponerle los huevos encima. Después de tantos años haciendo las labores domésticas continuaba sin acostumbrarse a la cocina. Apagó el fogón y llevó el desayuno a la mesa. Camila estaba allí, distraída con la televisión, donde pasaban los anuncios de las actividades que ofrecería el festival ese año. Ni siquiera reparó en que su padre le ponía el plato frente a ella.
—Come hija— le reprochó Ernesto, quien era partidario de respetar los horarios de comida. La adolescente le regaló una sonrisa burlona y comenzó a comer.
Ernesto tomó apurado su café y dio par de mordidas al pan, para luego levantarse con rapidez.
—¿Ya te vas? —preguntó Camila con decepción.
—Voy tarde—respondió él y le dio un súbito beso en la cabeza. Luego de esto tomó las llaves del auto que se encontraban colgadas en la pared y se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
Camila ya estaba acostumbrada a desayunar sola la mayoría de las veces, porque su padre trabajaba todo el día y casi nunca tenía tiempo para dedicarle, aunque él siempre intentaba encontrar un espacio para ayudarla con sus tareas o ver juntos una película. Distraída, subió el volumen de la televisión y observó a los reyes de su país hablando sobre la importancia de la lectura en los niños y jóvenes. Eran dos ancianos de aproximadamente sesenta años de edad, vestidos con elegantes trajes y joyas. La reina respondía las preguntas de sus entrevistadores con una amable sonrisa en el rostro, mientras el rey la observaba. Camila percibió que la mirada de ambos denotaba aburrimiento a pesar de su esfuerzo por parecer interesados en la entrevista. Había algo en ellos que perturbaba a la adolescente, pero ella no sabía exactamente qué era. Quizás su confusión se debía al misterio que representaban los reyes para todos los volcanienses. Ellos eran vistos como figuras lejanas e inalcanzables, que solo aparecían en televisión y raras veces en público. Tampoco se conocía mucho sobre sus vidas privadas, por lo que todo en torno a ellos era un gran misterio.
Camila echó un último vistazo a ambos soberanos y apagó la televisión. Ya había terminado de comer y estaba satisfecha. Sin perder tiempo, se puso a lavar los platos mientras cantaba una canción popular. Estaba deseosa de irse al festival, por lo que se dirigió al baño para darse una refrescante ducha mañanera.
Camila salió de su pequeño apartamento y caminó hacia la parada de ómnibus que se encontraba a pocas cuadras de allí. Ella vivía en una zona de clase media que, si bien no era lujosa, era más de lo que podía permitirse una gran parte de la población de Volcán. Gracias a la alta tasa de desempleo y la escasez de nuevos emprendimientos, cada vez era más difícil abrirse paso en aquella sociedad, por lo que mucha gente optaba por emigrar a otro reino.
Cuando el ómnibus llegó, Camila se abrió paso entre la multitud para intentar no quedarse por fuera. Había una gran cantidad de personas que luchaban por llegar al festival. Recordó cuanto odiaba el transporte público, no soportaba tener a tanta gente desconocida cerca. De pronto, un frenazo del ómnibus la hizo tambalearse. El hombre que estaba a su lado la sujetó por el brazo y la ayudó a recuperar el equilibrio. Camila le agradeció con timidez. Él le dedicó una sonrisa forzada, parecía haberse puesto tenso de repente. Su mirada permaneció clavada en ella durante todo el viaje.
Unas paradas después, Camila se bajó del autobús, se encontraba a unas pocas cuadras de la feria. Conocía muy bien el lugar, por lo que se apresuró a llegar al centro para no perderse las mejores ofertas. Ya podía escuchar el bullicio de la gente y la música alta. Por todas partes había puestos de venta y distintos tipos de actividades recreativas para niños y adultos. Divisó en una esquina de la Avenida Real un cordón donde estaban colgadas algunas tarjetas atadas con hilo de bordar. Cada tarjeta tenía un poema firmado por su autor. Camila se acercó a mirar y pudo leer algunos versos al azar. Había poemas realmente buenos y que denotaban los más profundos sentimientos de los autores. Otras personas también se aproximaron y tomaron tarjetas para dejar su pequeño aporte. Camila siguió caminando.