Hace dos semanas, el mundo se alzó en llamas, dejando atrás todo lo que fue. Cuando los muertos se levantaron en las morgues, hospitales, ambulancias y calles, devorando a todo aquel que se cruzara en su paso: amigos, familiares y desconocidos. Cuando el planeta se sumió en caos, y la mayoría se dejó llevar por sus instintos más bajos, quizás por necesidad, quizás porque así lo demandaba su naturaleza. Fueron pocos los que conservaron la mesura y la moral que otrora nos pertenecía. Muy pocos.
El invierno se había acabado hace poco más de cinco días, y el sol que antes abrigaba ahora se alzaba en la cúspide celestial abrasando las nucas de diez jóvenes que transitaban a pie las calientes calles de Teosis, donde los cadáveres se vislumbraban de tanto en tanto, con la piel y carne putrefactas, pegadas en la acera mientras los huesos ya se alzaban a la vista. Las moscas revoloteaban con su irritante zumbido, y los cuervos graznaban mientras volaban en círculos bajo el despejado cielo.
Entre esos diez, tres se encargaban de empujar una motocicleta cada uno, el resto llevaba un bolso en el hombro. Todos liderados por una mujer alta, de cabellos de oros trenzados y una vestimenta negra moteada que inspiraba miedo; se trataba de un uniforme militar, con su pesado chaleco lleno de morrales con cargadores, algunos llenos, otros vacíos, y una correa que le ayudaba a soportar el peso de la Carabina M4 que llevaba en manos. Sobre el pectoral derecho llevaba el logo del ejército giliano: un par de labios rojos que parecían compuestos por tres triángulos. Riza por nombre, era quien se había dispuesto a guiarlos hacia Luvlais. Era la única que no llevaba un bolso consigo.
Detrás suyo caminaba Dante, un hombre de veintiséis lunas, alto y de corta cabellera negra. Su nariz, puente y mandíbula delataban su descendencia italiana a la legua.
—Como a cinco cuadras de aquí tenemos un almacén de comida... si es que sigue en pie —dijo ella con un cansado suspiro. Tenía el rostro perlado por el sudor.
—Vamos, ánimo —dijo Dante con una sonrisa cansada—, Virgilio nos espera en Luvlais. Seguro que nos guarda unas buenas cervezas. Eso te sube los ánimos, ¿cierto, Ariel? —le posó la mano en el hombro a un joven de metro setentaidós que empujaba una Zanella roja y negra.
—No me hables de cerveza ahora. Me estoy cagando de sed —suspiró Ariel con su voz femenil, pero ronca. Poseía la misma edad que Dante, mas se vislumbraba mucho más joven, pues portaba un rostro andrógino cuyas facciones se inclinaban más a lo femenino, aunque no tanto como su cuerpo, que poseía unas caderas anchas y hombros pequeños—. Si tu hermano no me guardó al menos una puta cerveza, te pateo—. Tomó su camiseta de cuello bote por uno de los lados, y la agitó para ventilarse el pecho. Su camiseta, que antaño era blanca, se había moteado de negro por la sangre seca, combinando con amarga ironía con su jogging azul marino. Luego, se detuvo para sujetarse la cabellera, la cual le llegaba hasta la clavícula, y se la ató como un rodete sobre la coronilla, dejando escapar algunas hebras negras.
—Yo solo quiero un sándwich de huevos con panceta —se oyó una voz acompañada de una ricilla. Se trataba de un hombre alto y gordo, de cabello escaso y tupida barba salpicada en canas. Era regordete y de rostro amistoso—. Pero una birra bien fría tampoco me caería mal —la barriga le brincaba por la risa. Se trataba de Luis, alias Pazos, y era quien empujaba la segunda motocicleta.
—No entiendo cómo les gusta la cerveza. Es un asco —dijo Micaela con una sonrisa incómoda. Se trataba de la esposa de Pazos, y caminaba siempre a su lado. Llevaba una larga cabellera castaña, y sus ojos brillaban grises con destellos verdosos.
—Eso es porque la saboreás —dijo Alfonso, un joven argentino, delgado, de pómulos marcados y tez oscura—. Vos la cerveza la tenés que tragar así de una.
—¿Y qué sentido tiene beber algo que no puedes saborear? —acotó ella.
—Déjenla, jamás lo entenderá. Es bien fifí —dijo Pazos en tono burlón mientras movía la muñeca como duquesa. Micaela le metió un golpe en el hombro, provocándole una fuerte risa.
—Algún día vas a ver una botella de cerveza bien fría, y la vas a tomar como agua. Te lo juro —dijo Eduardo, hermano mayor de Alfonso, un poco más gordo y con nariz ganchuda. Era quien cargaba la tercer motocicleta.
—No, gracias.
—A mí tampoco me gusta la cerveza —dijo Amata, una mujer de unos cuarentaitantos, de cabello castaño con raíces plateadas—. Prefiero el vino.
—A mí ni siquiera me gusta el alcohol —agregó Araceli, una joven de catorce años, regordeta y tímida que siempre caminaba junto a la señora—. La única bebida que me gusta es el Frizé.
—Cuando era adolescente yo tomaba Frizé y decía: «carajo, cómo pega esta cosa». Ahora lo tomo y es como jugo —dijo Ariel mientras reía. La joven se ruborizó.
—Mal, boludo. A mí dame un buen fernet. Cuanto más puro, mejor —dijo Alfonso con una gran sonrisa.
—¡Cerrá el orto que la última vez pedías ayuda del baño, hijo de puta! —interrumpió Eduardo, provocando una gran risa general.
—¿El fernet no es eso que se toma con gaseosa, o algo así? —preguntó José, un hombre alto y de rostro duro, cuya cabeza rapada mostraba destellos plateados.
—Sí, con coca —respondió Alfonso. En el rostro se le dibujó una sonrisa.
—Eso sí que es una mierda —dijo Riza por lo bajo—. Ya casi llegamos. Atentos.
Pasaron por un cadáver ya en los huesos, cuya carne se había esfumado, y la piel no parecía más que una tela negra que se desgarraba de tanto en tanto para dejar ver los huesos. Ariel vio a un centenar de gusanos blancos asomarse por las cuencas, y decidió no seguir mirando. Sintió una fuerte presión bajo el esternón, como queriendo vomitar lo que no tenía en las tripas. Aún no se acostumbraba al olor.
—¿De qué trabaja tu hermano, Dante? —preguntó Amata, notando desde atrás el cómo Ariel se encogía de hombros por las arcadas. Quizás eso lo distraería.
Editado: 13.09.2023