El primer día fue caótico. Los incendios inundaban todo, la anarquía gobernaba y los aullidos de los inocentes eran ahogados por la torrencial lluvia que caía, congelando los huesos de todo aquel que tocase. Tapando con sus rugidos iluminados los gritos de un joven que suplicaba por ayuda desde el interior de una tienda hecha añicos.
Un puñetazo le golpeó la boca, y le hizo caer de espaldas sobre una cama de cristales que se le clavaron en la piel.
—Por favor, ya te di todo lo que tenía... —suplicó entre lágrimas. Su voz, ronca y aguda, se quebraba con cada palabra—. Por favor...
Un hombre de gran envergadura se le lanzó encima, clavando más los cristales en su delgada espalda. Le sujetó de las muñecas con una fuerza descomunal, lamiéndole el cuello.
—Me gustan las mujeres... Pero tú... Tú eres hermoso, Ariel... —le suspiró al rostro.
—Por favor, detente. No te hice nada. Por favor...
—¡Sí lo hiciste! —dijo mientras se frotaba la entrepierna contra el muslo de Ariel. Éste se agitaba, temeroso— Muchas veces te hablé, te abría la puerta del banco varias veces, te dejé subir primero al tren... ¡¡No te hagas el que no me conoces!! —le dio un fuerte puñetazo en las costillas. Ariel lo tomó del hombro, intentando quitárselo. Un segundo golpe le hundió el estómago, dejándolo sin aire— La forma en que te vistes... No digas que no te gusta, puta hermosa.
Ariel se retorcía mientras el hombre le lamía y mordía el cuello, deformando el rostro por el asco y pavor. No importaba cuánto gritase, solo el susurro de la lluvia le respondía. Cerró sus manos, clavándose los cristales en la palma, y tomando uno de tamaño considerable en la derecha. Sintió el largo filo tocándole la carne por la fuerza en que lo apretaba, pero no quería soltarlo.
El hombre lo tomó del pelo y lo levantó con la misma facilidad que una bolsa de basura, y lo arrojó ferozmente contra el mostrador, donde yacería con el estómago pegado a la madera mientras aquel volvía a tomarlo de la cabellera desde atrás. Se agitó para liberarse, pero no pudo evitar que el hombre le arrancara el botón del jean y le bajara los pantalones.
—¡¡Por favor!! ¡¡¡Por favor, no!!!
Sus cuerdas vocales parecían desgarrarse por el dolor que sentía con cada envestida. La sangre le acariciaba los muslos en hilos carmesí. Un dolor ardiente le invadió todo el cuerpo. Los dedos se retorcían, y el cristal en su mano le atravesaba más y más la carne.
—¡¡Detente!! ¡¡Duele!! ¡¡Duele mucho!! —gritó. Pero aquel siguió empujando mientras jadeaba como un sucio perro—. Por favor...
La sangre de su mano se deslizaba por el cristal, y caía como cuentagotas hasta el suelo. Poco a poco sus gritos comenzaron a quedarse sin fuerzas.
Tal vez fue el miedo a morir, o su sed de sangre...
—¡¡¡Ya basta!!! —gritó mientras estiró su brazo hacia atrás, apuñalando el muslo del hombre. Éste lo soltó, retrocediendo del dolor. Ariel se lanzó gritando encima del hombre, apuñalándolo en la garganta—. ¡¡¡Te dije que pararas!!! ¡¡¡Te dije que pararas!!! ¡¡¡Te dije que pararas!!! ¡¡¡Te dije que pararas!!! ¡¡¡Mierda, te dije que te detengas!!! —gritaba mientras apuñalaba repetidas veces el cuelo del hombre. La sangre danzaba en el aire hasta estrellarse contra su rostro deformado por la cólera. Clavaba, tironeaba, desgarraba, y repetía. Una y otra vez, bañándose del carmesí del hombre, inundando el suelo en un charco de sangre—. ¡¡¿Qué te hice?!! ¡¡¿Qué te hice para merecer esto, hijo de puta?!! ¡¡¡¿Qué mierda te hice?!!!
Una y otra vez. Una y otra vez apuñalaba el cuello del hombre. Las burbujas rosas salían, de la enorme herida, y reventaban cuando una nueva puñalada llegaba. Se agitaba, pero nada más. Cada vez que el puñal de cristal se alzaba, se conectaba al hombre por un espeso hilo rojo. La ropa, brazos, y rostro de Ariel se tiñeron de guinda. Sus fauces emanaban feroces bufidos que se convertían gradualmente en rugidos, mientras que sus ojos inyectados en fuego y sangre no paraban de mirar las pupilas muertas de su violador, con la vista teñida totalmente de un brumoso rojo.
De pronto volvió en sí, observando la masacre que se había suscitado debajo suyo. De la garganta abierta brotaba el vapor de la sangre, y burbujas rosáceas. El cristal cayó de sus rojas manos, y pudo contemplar la profunda herida en su palma. No pudo gritar, no pudo llorar. Simplemente retrocedió arrastrándose por el suelo, como si no sintiese los trozos de cristal clavándosele en las piernas desnudas. Chocó la espalda contra el mostrador, y contempló el cadáver.
Una hebra de cabello ensangrentado le bajó al rostro, pegándosele en la mejilla y la comisura del labio. Sintió el sabor a metal en la boca, y sintió una fuerte presión en el pecho.
No pudo evitar lanzarse a un lado, pues el vómito había brotado de su boca. Era tan ácido que le hacía arder las ya heridas cuerdas vocales.
—Te dije que te detuvieras... —susurró.
Miró el vómito por incontables minutos. La sangre comenzaba a coagularse, y el charco en el suelo se gelificaba cada vez más. El carmesí en sus brazos, rostro y piernas se denegría a la par que se convertía en una costra. Le costaba mover las piernas, y el estómago e intestino le dolía tanto que sentía la fría caricia de la muerte rozándole el rostro.
—Ariel...
El corazón le latía con tanta fuerza que esperaba ansioso a que las cuerdas cardiacas se rompiesen, y dejase de bombearle sangre, pero no fue así. Aquella noche no pudo ponerse en pie, por lo que se arrastró hasta el baño de lugar, y como pudo se limpió la sangre, al menos hasta donde sus manos le permitían. Los dedos de su mano derecha parecían no reaccionarle bien, no se estiraban del todo. Pero por suerte era ambidiestro. Aquella noche no pudo siquiera pegar las pestañas. Temeroso a que lo encontrase más hijos del a anarquía. A que los zombis oliesen su sangre. A que aquel hombre resultase estar vivo y lo buscara deseoso de más. A que...
Editado: 13.09.2023