El martes –un día tras la reunión– el entrenamiento intensivo ya había comenzado para los adultos en Luvlais, a excepción de ancianos, embarazadas, discapacitados y, por supuesto, los Halcones, quienes dirigían el entrenamiento. Los adultos se habían distribuido en dos grupos para que la ciudad no dejasen de funcionar: el primero entrenaba los lunes, miércoles y viernes mientras que el segundo entrenaba martes, jueves y sábado. La suboficial, Sofía Vergara, había creado un programa específico para civiles sin ningún entrenamiento, asegurando que, para el final del mes, todo adulto tendría las habilidades de un cadete a mitad de su entrenamiento, lo cual, afirmó Tallarico, sería el equivalente más del 300% de la habilidad de un civil común y corriente.
El entrenamiento era duro y pesado. Dos personas se desmayaron durante el calentamiento en el primer día, y otras seis cuando las tres de la tarde se comenzaba a asomar. La jornada empezaba a las seis y terminaba doce horas más tarde.
Cuando el miércoles llegó, comenzó el turno de Miguel para entrenar. Estaba tan nervioso que creyó que los testículos se le volverían ovarios y que no llegaría al mediodía con vida. El grupo se reunió en la plaza antes de que se asomaran los primeros rayos del sol por el horizonte, cuando el cielo se había teñido de un tono violáceo con motas rosa; Tallarico daría un poco de orientación. De cierta forma, ver allí a Freud, Alfonso, Eduardo, Riza y Ariel le trajo paz. Habría querido entrenar también con Benjamín, pero no todo se podía en esta vida.
Todos los presentes conversaban entre ellos causando un tumulto de murmullos y risillas distantes, como si se estuvieran preparando para un juego. Pero Miguel no. Miguel estaba tan asustado como un adolescente virginal que no sabe de qué lado se pone el preservativo; como un tartamudo –o disléxico– convocado para leer algo frente a toda la escuela; o como un inocente situado en el Corredor de la Muerte. Cualquiera de las situaciones se comparaban al monstruo que rasqueteaba ansioso dentro de su estómago y le hacía querer ir al baño.
Fue entonces cuando Bruno Tallarico apareció de pie sobre el borde de la fuente que yacía seca. Se llevó las manos a la espalda baja y puso el pecho hacia adelante. Ya era un hombre colosal, pero para Miguel le pareció un titán capaz de aplastarlo con solo verlo; fue entonces que deseó no haberse parado en primera fila. Al lado del gran Tallarico, a su derecha y parada en el suelo se hallaba Sofía Vergara, una mujer hermosa de metro setenta con piel bronceada y cabello castaño, de pose firme y con una mirada que parecía desear ver el sufrimiento que causaría el entrenamiento que ella misma ideó.
—¡¡Atención!! —gritó Bruno Tallarico con firmeza. Todos guardaron silencio y lo observaron al instante, y, sin darse cuenta, adoptaron una posición firme—. El día de hoy comenzarán el entrenamiento intensivo. Y seré honesto con ustedes, hombres y mujeres de Luvlais, la gran mayoría se arrepentirá de haber entrado en esta ciudad. Algunos se desmayarán hoy; sentirán que sus músculos les arden tanto como la carne de un bombero en acción. Querrán irse. Pero todo valdrá la pena.
»¿Hace falta que les diga el infierno que es allí fuera? Yo creo que no, pues muchos de aquí ya lo han vivido en carne propia, lo veo en sus ojos. Han visto de lo que el ser humano es capaz de hacer con tal de sobrevivir un día más. Han visto lo que el hambre puede hacerle a una persona, a qué la empuja. Así pues, nuevos cadetes de Luvlais, les pido que pongan lo mejor de ustedes en este arduo pero valioso entrenamiento que los convertirá en verdaderos soldados que puedan proteger esta hermosa tierra en la que viven.
»Los mejores calificados podrán ser cabos, los cuales liderarán una escuadra. Serán aquellos que estén más preparados para tomar decisiones en el campo de batalla. Aunque, por supuesto, todos lo estarán para fin de mes.
»Los tres mejor calificados físicamente serán Bulldozers. Prácticamente, tanques vivientes, los cuales portarán una pesadísima armadura y un arma capaz de arrancarles el brazo de un solo disparo.
»Los segundos mejor calificados, los cuales espero sean muchos, podrán elegir entre estas tres opciones: ser médicos, los cuales, como su nombre indica, atenderán a sus compañeros heridos evitando así que mueran, o, en el peor de los casos, asegurándose de que se vayan de la forma más pacífica posible.
Los murmullos comenzaron a sonar, inseguros. Fue entonces cuando Miguel notó, por el tono de sus voces, que acababan de percatarse de que esto ya no era un juego. Nunca lo había sido.
—Francotiradores —continuó Bruno, como si nada hubiera ocurrido—, los cuales brindarán apoyo desde la distancia. Quitando presión, apoyando avances y facilitando retrocesos siendo lo más precisos y eficaces posible.
»Rastreadores. Como su nombre indica, estarán capacitados en el rastreo y seguimiento de tropas enemigas.
»Estas tres capacitaciones, las cuales se podrán rechazar en caso de ser de los segundo mejores, se practicarán los días que este grupo no esté entrenando. Eso quiere decir: martes, jueves y sábado. Por supuesto, el primer día no se decidirá nada, pues ahora no son más que un pedazo de mierda. Aunque quizás sean menos, porque aunque sea la mierda no refunfuña como escucho que hacen algunos. En cualquier caso, este viernes se los calificará. Es un entrenamiento intensivo, no lo olviden. Todo será rápido.
Todos guardaron silencio. Sus rostros palidecieron, como si un horror lovecraftniano hubiese golpeado sus cerebros con una verdad prohibida. Bruno Tallarico guardó silencio durante unos segundos, mirando uno a uno los rostros. Más de uno quería ponerse a llorar. El pasamontañas de Freud le causó cierta molestia. Y la cara de Miguel le llamó la atención, pues estaba tan asustado como un cerdo a punto de volverse chicharrón, pero aún así lo miraba con firmeza a los ojos. Las piernas del joven temblaban, como la de casi todos los presentes.
Editado: 13.09.2023