Los ojos de Ariel se abrieron a las cinco de la mañana. La boca estaba tan seca como un desierto y la cabeza hecha puré como una babosa sobre la sal. Se dio un baño frío para despertarse, desayunó y salió del departamento a las cinco y media. Fue entonces cuando divisó a Riza subir por las escaleras, recién acabada su guardia. Inmediatamente después se topó con Miguel, quien salía hacia el entrenamiento. Se dedicaron una sonrisa, y caminaron escaleras abajo.
—Hoy es el día... —comentó Miguel—. ¿Estás nervioso?
—Honestamente, sí. —Se encogió de hombros con una sonrisa ansiosa.
—Tranquilo. Todo estará bien. O eso espero.
—Yo también lo espero, Miguel —suspiró—. Yo también lo espero.
Ambos comenzaron a descender por los peldaños, codo a codo.
—Oye, disculpa que no te pueda acompañar hasta la comisaría. Esperaré aquí a Freud.
—No te preocupes. Espero que tengas un buen día, Miguel. No te mates en alguna caída. —Le sonrió, revolviéndole el pelo. Luego le dio un beso en la mejilla. Miguel le respondió con otro.
—No te mates con un zombi. Ninguno quiere verte como una de esas cosas.
Ariel se alejó soltando una risilla. A medida que sus zapatillas resonaban en el suelo, sentía que los nervios rasqueteaban en su estómago como una rata. Prefería mil veces entrenar, correr hasta que le hierva la carne y luego disparar contra latas. Las latas no gritan. Las latas no sangran. Las latas no sufrirían una lluvia de fuego blanco.
Ya en la comisaría, fue guiado hasta el vestidor, donde halló en un banco la ropa que debía ponerse. Se trataba de un traje táctico policial, de color penumbra. En el hombro izquierdo de la camiseta observó, bordado en carmesí, aquel colibrí de los estandartes.
—Qué pretencioso... —suspiró para sus adentros, quitándose la camiseta.
Se preguntó por qué debía ponerse aquello faltando tantas horas para partir, y no momentos antes. Simplemente no halló respuestas. La cabeza no le daba para sacar hipótesis, y simplemente lo hizo.
Se puso el pantalón y los borcegos de punta de acero. En el antebrazo izquierdo se colocó una coraza de plástico del escuadrón antidisturbios. El cinturón era pesado, con tres morrales para los cartuchos de su Colt y una funda detrás para un cuchillo de combate. Posó su pistola en una funda de plástico con un hueco ya para su bayoneta. Luego siguió el chaleco, pesado e incómodo. En él llevaba cinco cartuchos llenos en sus morrales, todos para la Mp5 con supresor que se le entregaría antes de salir. También contempló, guardado en una de las bolsas, unos binoculares de grado militar.
Era demasiado para memorizar con tan poco entrenamiento. De igual manera, ya no podía volver atrás. Solo le quedaba apechugar.
En la sala de juntas se topó con varias personas, de las cuales solo reconoció a Virgilio, Dante, Maximiliano, Picky y Bruno Tallarico. Todos hablaban sobre la ruta que tomarían, y los recaudos que seguirían tanto él como Maxi. El mapa era grande y detallado. El aeropuerto no era muy grande, debido a que se trataba de uno privado. Frente al mismo, había una rotonda cuyo centro albergaba una plazoleta con un obelisco. La calle que atravesaba el gran círculo parecía dividir el mundo en dos, pues abajo, dirección sur, se hallaban todos los edificios, mientras que en la parte de arriba no había nada más que el enrejado del aeropuerto; avenida Blanca por nombre.
Sofía Vergara señalaba todo con un pequeño puntero laser, el cual Ariel supo reconocer que era el de un arma. Pauling le alcanzó un vaso con café, y se puso a escuchar. Más tarde llegó Michael Fez, sobándose la perilla mientras se apoyaba a un lado de la mesa, observando como un cuervo de mal fario.
—Si hay un conflicto, observen —les dijo Vergara a Ariel y Maximiliano. Su voz era algo grave, y muy firme—. No se entrometan. No maten a nadie a menos de que sea absolutamente necesario; lo último que necesitamos es explotar la guerra por invadir sus territorios. Si preguntan, Ramón los autorizó a pasear; y si no razonan y pretenden abrir fuego, ya saben. Recuerden que los supresores no eliminan todo el ruido del arma, y que el cuchillo a veces es más rápido que las pistolas.
—¿Y por qué nosotros solo tenemos que llevar pistolas? —cuestionó Dante.
—Por si nos emboscan —dijo Virgilio.
—Si los atrapan, les robarán las armas. Es mejor no darles armas de punta que puedan usar contra nosotros, hijo —contestó Bruno.
Ariel sintió un escalofrío. Era como si todo el mundo asumiera que los esperaba una emboscada. La cabeza le daba vueltas.
—Ustedes volverán e informarán de lo que haya sucedido —dijo Sofía, mirando directamente a Ariel—. En caso de que no haya enfrentamiento, seguirán esta ruta mientras dura la reunión. Localizarán el rango que tienen cubierto, tomando como eje central el aeropuerto y su rotonda; por supuesto, no tomen en cuenta el río que está detrás. También observarán los puestos de vigilancia, y...
Ariel dejó de escuchar. Sus oídos se habían desconectado y todo se tiñó de ruido blanco. Nada de lo que Sofía Vergara decía era nuevo. Ya sabía el plan a tal punto que podía recitarlo sin titubear. Y así como llegaron las once de la mañana, todos partieron hacia Lovtrein. Les esperaban casi cuarenta cuadras por caminar.
Virgilio y compañía caminaban a paso calmo, acompañado de nueve personas que le escoltaban. Cinco cuadras detrás, Ariel y Maximiliano les seguían el rastro. Habían tomado la ruta más recta para facilitar el trabajo.
Virgilio se acomodó el chaleco antibalas y dijo:
—Recuerden no decir una palabra. Sé que insisto mucho, pero...
—Tranquilo, no diremos nada, no te espantaremos el ganado —contestó Dante, sonriente.
—Y si pasa algo, haremos como Gimli y Legolas, y competiremos para ver quién tiene más bajas —dijo Macarena, una joven de metro cincuenta.
—Si yo te gano, alimentarás a los perros el resto del mes —apostó Ricardo, su marido.
Editado: 13.09.2023