Otro amanecer se asomó por el cielo. Los cuervos graznaban y el sol comenzaba a acariciar los negros adoquines de Lovtrein.
Virgilio oyó la pesada puerta abrirse, y sus párpados se separaron tan lentos como ella. Allí vio la figura delgada de Ramón, negra por el contraluz que le dañaba los ojos.
—¡Bonyorno! —saludó con una gran sonrisa—. ¿Lo dije bien? No sé italiano.
Tomó un banquito y tomó asiento frente al prisionero. La pesada figura de Edward King se asomó por la puerta, y su colosal sombra le permitió a Virgilio contemplar mejor el rosto de quien lo aprisionaba.
—¿Ya consideraste nuestra oferta? —preguntó Ramón—. Es fácil, nos dices dónde está la comida y nosotros vamos a recogerla. Vendrás con nosotros y ordenarás que no disparen, es así de sencillo —chasqueó los dedos—. Soy un hombre de palabra, y te prometo que no dispararemos si no disparan.
Virgilio lo miró fijamente a los ojos, con su rostro pétreo. Ramón le dio una palmada en la clavícula, allí donde la piel se tiñó de morado, provocándole una punzada que le atravesó el hombro de lado a lado hasta llegar a los nudillos. Y ni así hizo un solo gesto de dolor.
— Tienes que hacerlo, Virgilio, o nos veremos obligados a asaltar cada edificio, y eso puede ser muy desastroso. Tampoco nos gustan las mentiras, porque eso solo llevará a que tardemos más en encontrar la comida, y bueno, deberemos revisar cada lugar de Luvlais —hizo una pausa—. Mira, tienes gente que alimentar, lo entiendo, pero yo también tengo gente, niños, embarazadas, ancianos. Todos necesitan comida para poder resistir otro día más —cerró sus puños—. Mira que yo no quería llegar a esto, pero es que uno de los que mataron era el marido de Estela, una embarazada. Dejaron a un niño sin su padre. Ese niño crecerá sin conocer el rostro de su padre, un hombre que literalmente dio su vida por los suyos. Todos aquí tienen un rostro, un nombre y una historia, igual que en Luvlais. No dejemos que esa historia se borre, esto no tiene que acabar en una masacre, solo se derramará la sangre necesaria de ambos bandos, eso si no se rinden. Una vez tengamos la comida, estaremos en paz para siempre. Es una promesa.
«La noche se volverá día, el cielo se inundará de fuego y todos ustedes serán reducidos a cenizas» quiso responder. Pero simplemente se limitó a decir:
—No.
Ramón suspiró. Sus párpados se arrugaron presos de la rabia y cólera.
—Eres un idiota... —musitó. Luego le dio un fuerte golpe de palma abierta sobre la clavícula, haciendo sonar un crujido.
Virgilio únicamente apretó los labios. Pero aquello le hizo percatarse de que aquella fractura era poco más que una fisura. «Grazie, fottuto idiota» dijo a sus adentros.
—Lo vas a lamentar... —susurró Ramón.
Alzó la mano y chasqueó los dedos. Edward King se retiró, volviendo momentos después con dos pesadas bolsas de papas en sus hombros. Salvo que no eran costales, Virgilio lo supo bien al verlos agitarse. Y, cuando cayeron al suelo, distinguió a Macarena y Ricardo, atados de pies y manos, con las heridas apenas tratadas para que no muriesen. Éstos se retorcían, observando al prisionero con los ojos perlados.
Virgilio alzó la mirada hacia Ramón, confuso y asustado.
—Hoy decidirás quién muere —dijo Ramón con la voz fría como el infierno, desenfundando una navaja estilete del bolsillo.
—¿Qué...?
—Ya escuchaste, ahora elige.
El rostro de la pareja se deformó de pavor, sus irritados ojos se llenaron de lágrimas y los alaridos comenzaron a crecer.
—¡Virgilio, escúchame! —dijo Ricardo—, sálvala, sálvala a ella, por favor.
—No... —musitó Virgilio. El rostro se le tiñó de una desesperación que hizo sonreír a su captor—. No puedo elegir.
—Si no eliges, ambos mueren —dijo Ramón—. Reformulo la pregunta: ¿a quién quieres salvar?
—No... Es como si yo los matara...
—¡Virgilio! —gritó Macarena—. ¡Virgilio, elígeme! ¡Sálvalo a él! Por favor...
—No... No... —las lágrimas le rebalsaron los ojos—. Por favor, no...
—¡Elige, maldita sea!
—¡Virgilio, está bien! ¡Tuve una buena vida! ¡¡Sálvala, por favor!!
—Virgilio, por favor, sálvalo a él. Por favor, sálvalo a él...
—No... No puedo... ¡No puedo tomar una decisión así! —gritó Virgilio, preso de la desesperación.
—¡¡Elige de una puta vez, Virgilio Cascioferro!! ¡¡O ambos morirán ahora mismo!! —lo tomó del cabello, obligando a ver a la pareja—. Elige, o ambos mueren.
—¡Virgilio, está bien. Solo sálvala. Por favor... —musitó Ricardo, acongojado.
Ramón tironeó la cabeza de Virgilio, obligándolo a ver. Edward King se volteó, mirando hacia el exterior del taller, apretando los labios.
—Elige.
—No, no puedo... Es como... si yo los matara...
—Virgilio, por favor, piensa —dijo Macarena—. No es lógico salvarme, no soy fuerte ni ágil, así que salva a Ricardo. ¡¡¡Por favor, salva a Ricardo!!!
—Sálvala —dijo Ricardo con los labios.
—No, no...
—Virgilio, sabes que tienes que salvarlo —musitó ella—. Sálvalo. Por favor, sálvalo.
Virgilio se agitó soltando feroces alaridos por sus fauces, en un inútil intento de liberarse. La clavícula y las costillas le castigaron con sus punzantes penitencias, y Ramón, que parecía tener una fuerza colosal –aunque se debía a la energía diminuta del prisionero– lograba sostenerle la cabeza en dirección a la pareja.
—Elige de una puta vez, o ambos morirán
—Te amo... —le dijo Ricardo a su mujer.
—Yo también te amo... —contestó ella, entre lágrimas—. ¡¡Virgilio, elígeme de una puta vez y sálvalo!!
—Adelante, Virgilio, ¿a quién quieres salvar? —preguntó Ramón al oído del italiano.
—¡¡Si vas a matar a alguien, mátame a mí, maldita sea!! —gritó finalmente.
Ramón lo observó en silencio, y se paró en frente suyo, posándole la hoja sobre la garganta.
Editado: 13.09.2023