La bala penetró cada partícula del aire hasta atravesar de lado a lado la oxidada lata que reposaba junto a un árbol.
—Jackpot —susurró Miguel cuando la vio doblarse sobre sí misma, con la nube de polvo elevándose detrás.
—Bien hecho, Miguel —dijo un Halcón parado a su derecha, con unos prismáticos entre las manos—. Te has vuelto letal.
—Gracias, señor.
Desde la alta torre de la capilla podía observar toda la ciudad. Aún estaba en construcción cuando el mundo se detuvo, por lo que no había una gigantesca campana colgando a su espalda.
—Objetivo a tus diez, sobre las ramas.
Miguel apuntó. Con el ojo derecho observó por la mirilla. El otro se encargaba de mirar, de reojo, la banderilla que se agitaba sobre la baranda de ladrillos, notando la dirección del viento. Cerró el izquierdo, apuntó y jaló del gatillo. El culatazo le empujó hacia atrás, y el cañón ciertamente se alzó.
—Apunta tres puntos hacia arriba —dijo el halcón.
Se acomodó los anteojos, cuyas patas se quitaron para reemplazarse por una correa que se le aferraba alrededor de la cabeza cual viejos lentes de aviador. Los primeros días resultó incómodo, luego, se acostumbró. Eran más versátiles al poder soportar los movimientos bruscos sin siquiera agitarse de su lugar.
Volvió a apuntar. Aquella mira, cuyo centro mostraba un pequeño punto negro, estaba separada en cuartos por una cruz, tal como en los videojuegos que solían viciarlo en su infancia. Solo que había un pequeño detalle que la mayoría de juegos omitía, y que a Miguel le costó horrores acostumbrarse: en cada milímetro de las cuatro líneas había un puntito –u otra línea más diminuta y perpendicular–, los cuales eran llamados simplemente Puntos. Los usaban para medir a su presa a la distancia, pues contrario a lo que Miguel podía imaginar, a partir de cierta distancia la bala caía y se dejaba impulsar por el aire. No quiso decepcionar a su instructor, y decidió seguir a su instinto. Posó la lata en el tercer punto inferior... y en el segundo derecho. Jaló el gatillo, haciendo que el plomo atravesara limpiamente la lata de lado a lado, derribándola del árbol.
–Jackpot.
Otra vez recibió una felicitación, empezando así su descanso. Miró hacia el norte, donde, en algún lugar, estaba Ariel. A lo lejos divisó el aeropuerto, o la silueta negra que creía era el aeropuerto, preguntándose si allí alguien le devolvía la mirada, tal como el abismo de Nietzsche.
Sabía sobre el plan de ataque. Había dejado de ser un secreto desde que se supo del secuestro de Virgilio Cascioferro y la muerte de su escuadra. Sofía Vergara los reuniría a todos mañana para dar una detallada explicación sobre el despliegue de la batalla que sería conocida como La Noche Blanca. Miguel no supo por qué tenía ese nombre tan funesto y ominoso, ni quería saberlo.
Solo sabía una cosa, y es que no sabía nada.
Solo se preguntó, un poco triste y preocupado, qué papel tendría Ariel en todo esto.
Ariel...
Quería volver a verlo, y se sintió bobo por un momento, pensando de esa manera en alguien que, prácticamente, apenas conocía. Pero sus labios no podían olvidar aquel suave roce al igual que su lengua aún recordaba la cándida caricia, y añoraba volver a sentirlo. Deseaba ver aquellos ojos esmeralda una vez más y hacerlos brillar como las altas candelas.
Anhelaba volver a oír su voz.
Editado: 13.09.2023