Cumplió su promesa, y cada noche llevó una pastilla a Virgilio. Todo era un sinsentido, incluso las lógicas palabras del italiano. Pero él mismo lo había dicho: cuando caes en un mar de mierda, solo puedes nadar. Incluso si nadar significaba matar.
A medida que pasaban los días se iba preguntando cómo estaban todos. Riza, Alfonso, Eduardo, Pazos y Micaela. Y también Miguel. ¿Habrá mejorado algo con su entrenamiento? Esperaba que sí. Deseaba que mejorase lo suficiente para que, cuando la inevitable batalla toque las puertas invisibles de Lovtrein, tuviese la habilidad suficiente para sobrevivir. No quería verlo morir. Tampoco quería llegar a Luvlais y enterarse que una bala le atravesó el cráneo. ¿Qué le diría a Daiya? ¿«Tu tío fue muy valiente»? ¿Tenía tan siquiera la obligación de decirle algo? ¿Por qué carajo pensaba tanto en Miguel?
¿Tenía todo aquello algún sentido? Seguramente no. Un sentimiento extraño le llegó a su cabeza durante una noche de la cuarta semana, cuando ya se había cumplido un mes. Faltaban dos. Catorce días para el ataque, pero aún así ese sentimiento extravagante le recorría la cabeza como una mosca sobre una fruta.
Quería estar en Luvlais, deseaba estar con Miguel, besarlo, sentir su carne y olvidarse por un momento que tan siquiera el mundo se fue a la mierda una mañana de invierno. ¿Pero él querría verlo?
Entonces, se sintió patético, y se dejó llevar por los ríos oníricos, donde sus sueños no eran menos extranjeros que los sentimientos.
Era una noche oscura, eso era lo que soñaba. No, no era tan oscura, había pequeños destellos, fugaces y ruidosos. De repente la noche se volvió día, el cielo se tiñó de blanco, el aire de gritos y...
Sus párpados se separaron. Los ruidos en el exterior anunciaron el mediodía. La presión arterial le hacía latir la carótida y las sienes. Sus manos palpitaban y sus pensamientos se derramaban como el agua en un balde herido. Se llevó la mano al rostro, sintiendo el vendaje sobre el ojo. Se puso de pie, y se colocó aquella máscara llamada Anaís.
Cojeó hasta la escuela, visitando a Estela, quien estaba sentada en la cama, sujetándose la barriga. Anunció la llegada con dos golpes en la puerta, y se adentró a la suerte de habitación.
—Te ves más bonita que ayer —dijo Anaís con una sonrisa.
La barriga parecía estirarse un poco.
—Esta pequeña no deja de patear cuando escucha tu voz —rió la embarazada con gran esfuerzo—. Le caes muy bien.
—Oye —notó el agotamiento en el rostro de la mujer, representado por el sudor que le hacía brillar la frente y las mejillas—, ¿estás bien?
—Sí, solo que estoy con muchas contracciones —suspiró—. Es como tener cólicos, pero mucho más fuerte. ¡Carajo!
Un fuerte dolor punzó su entrepierna y su panza se había endurecido de manera tal que solo con una roca podría comparársele.
—Anaís, por favor, llama a los demás. Creo que ya viene —Estela se notaba visiblemente asustada—. ¡Ya vie...!
Un fuerte grito le hizo llorar mientras sus manos en garra apretaban con fuerza las sabanas. Anaís obedeció y, cojeando, fue lo más rápido que pudo a buscar ayuda. Tanto la cama como los pantalones de la mujer se mojaron como si se hubiese orinado. Mucho habría sido su alivio si fuera el caso... pero se trataba de la ruptura de fuente.
Su respiración se aceleró junto con los palpitares de su corazón. Miles de sentimientos invadieron su alma, mas el miedo era el predominante.
—Por favor —le dijo a su hija entre fuertes suspiros—. Por favor, María, aguanta un poco. ¡¡Aguanta un poco!!
Se hiperventilaba mientras los dolores aumentaban. Rápidamente Anaís llego junto con cuatro policías y Ramón, quienes se notaban incluso más nerviosos que la propia embarazada. La joven amiga de Estela se sentó a su lado tomándola de la mano y dándole palabras de apoyo para tranquilizarla. Algo tan simple, pero que resultaba tan efectivo.
—Respira hondo y tranquila —señaló Emanuel, el policía.
—¡¡¿Cómo quieres que esté tranquila si duele mucho?!! —la mujer no podía aguantar las lagrimas por el dolor.
—¡Estela, por favor, escúchame! —dijo Anaís—. Escúchame... si te estresas, solo dificultarás el parto. Tienes que tranquilizarte, mírame. —Movió el rostro de la embarazada para poder verla a los ojos—. Respira conmigo...
Anaís comenzó a respirar tal como le indicaban los policías, y Estela la imitaba como un espejo, sin quitar la vista del ojo de su amiga. Poco a poco la mujer logró tranquilizarse al cabo de varios minutos. Los dolores seguían, pero no eran tan predominantes como antes. Los policías prepararon el agua tibia para limpiar y se posicionaron en frente de la mujer, cuyas piernas eran sostenidas por dos asistentes.
El parto era muy largo y agotador, y cada tanto Estela no podía evitar gritar. Estaba tan agotada que se hallaba completamente mareada. Su vista se difuminaba y llenaba de puntos negros que iban y venían. Sus ideas se volvían dispersas y por momentos hasta se olvidaba de quien era. Una hora había pasado, y no había siquiera soltado la mano de Anaís, a quien ya le dolía por lo fuerte que apretaba.
—¡¡Nahuel!! —gritó entre llantos.
—Está alucinando —dijo Emanuel—, es normal, no se preocupen.
—¡¡Nahuel, por favor, no te vayas!! —cerró con fuerza su mano, casi quebrando la de Anaís— ¡¡Por favor, por favor...!! ¡¡¡Nahuel, por favor, te extraño!!!
—Miriam, ventílala, abanícale el rostro —dijo Emanuel.
La policía tomó una bandeja y comenzó a abanicar frente al rostro de Estela, pero parecía no mejorarse. Sus ojos se perdían como si estuviera ciega, el sudor caía casi empapando su cabello y sus uñas estaban a punto de partirse en las sabanas.
—¡¡Nahuel, por favor, ven!! ¡¡No te alejes!! ¡¡¡No te alejes!!!
Anaís se hallaba asustada. No era una simple alucinación. No. Recordó aquel día en el hospital hace algunos años cuando, quizás por primera y última vez, sintió algo hacia su madre que no fuera odio. En sus últimas horas de vida, víctima del cáncer de pulmón, agonizaba hablando con sus padres, llorándoles, pidiéndoles perdón por lo que hizo con Ariel. Llamaba y hablaba con sus seres fallecidos; hablaba con su difunto marido.
Editado: 13.09.2023