Los Errabundos

Sin marcha atrás

Estela caminaba con su peso apoyado contra la pared, gritando por ayuda mientras le tapaba los oídos a la pequeña. Un fuerte dolor le atravesó la entrepierna, y los pies amenazaban con dejarla a su suerte. Emanuel llegó rápido, sujetándola junto a otros dos policías para que el suelo no la aporrease.

—Anaís es una traidora —jadeó—. Es una Colibrí. Ella... Ella... Llamen a Ramón. O Edward... Da igual...

Uno de los policías salió corriendo de allí. Estela se sentó en el suelo, con la cabeza apoyada contra la fría pared.

—Nahuel... —suspiró ella, con la mirada perdida—, ¿por qué...? ¿Por qué nos pasa esto...?

Ramón caminaba por las oscuras calles mientras el policía llegó corriendo, anunciando que Anaís debía ser detenida, para luego indicar que Estela deseaba verlo. Nervioso, se encaminó hasta la escuela, cuando otra mujer llegó pavorosa, agitando los brazos y gritando que una de las motocicletas había sido robada, que su guardia había sido asesinado y que el vehículo se dirigía a Luvlais.

—¡¡Que vigilen el taller!! —gritó, corriendo hacia la escuela.

Una vez se reunió con la madre, ésta le puso al día lo mejor que pudo con su cansado cuerpo, tratando de tranquilizar a la pequeña que sollozaba a lágrima viva.

—No... —musitó Ramón, preso del miedo—. Mierda...

—Tenemos que evacuar a todos —dijo Emanuel, con la piel brillante de sudor.

—¿A dónde? ¿A Mirrah? ¡Si ya saben que los descubrimos, atacarán al instante! —lo tomó fuertemente del cuello de su camiseta azul—. Si nos agarran en medio del viaje, estamos muertos. Debemos defendernos. Da la alerta roja.

Emanuel salió de la escuela, portando consigo un silbato metálico que hizo chiflar. En el silencio nocturno, el silbido resonó por todos los edificios, siendo contestados por otros en cada extremo. Las carnes de los uddopekkas se congelaron como en el más frío invierno. Sabían lo que aquel funesto sonido significaba: ya vienen los Colibrís.

Había tres calles que cubrir. En cada una, a cada lado de lo que se consideraba una entrada –allí donde comenzaban las barricadas con vehículos– posaron, en el tercer piso del edificio posado en cada esquina, un francotirador. Santiago se posó con su rifle, llenando los cargadores con aquellas pesadas balas. Las manos le temblaban, provocando que cayeran al suelo por sus inestables dedos. Al otro lado de la calle, tras una ventana, pudo divisar a Sam. Verla igual de asustada que él era, de una forma extraña, reconfortante.

Subieron barriles de gasoil al techo, junto con botellas de licor y trapos, formando una suerte de bombas molotov. En la oscuridad, los cigarrillos brillaron como nunca, y sus grises nubes fueron arrastradas por la feroz ventisca que las alturas proporcionaban.

Entre lágrimas, los padres dejaron a sus hijos en la escuela, prometiendo a pulmón abrasado que volverían, despidiéndose finalmente de ellos y caminando hasta el centro, a la plazoleta del aeropuerto donde Ramón daría algunas palabras.

—¡Compañeros míos, hoy nos enfrentaremos a los Colibrís de Luvlais! Sé que están asustados, sé que es difícil, pero no se preocupen, nos defenderemos ¡¡¡No tengan miedo, compañeros míos, no teman, porque hoy defenderán lo que más aman, hoy defenderán a su gente, a sus hermanos, a su familia, y si caemos, caeremos con gloria!!! —hizo una pausa. Las miradas, frías y húmedas, lo contemplaban a detalle—. ¡¡Si quieren venir, que vengan, les presentaremos batalla, no daremos nuestros brazos a torcer, pelearemos hasta el último hombre en pie por nuestro futuro!! ¡¡¡Comprenderán que con los Uddopekka nadie debe meterse!!!

Todos gritaron fervorosos intentando borrar el miedo de sus almas para luego correr cuán rápido podían hacia sus puestos. Todos tenían miedo, pero al menos se sentían un poco más seguros, un poco más dispuestos a pelear.

Los minutos pasaron. Todos temblaban, esperaban silenciosos la llegada de los colibrís. Ramón y Edward se preparaban frente al obelisco de la plazoleta, portando sus pistolas.

Solo el viento podía oírse en Lovtrein, aullando como cada noche.

Goodbye my friend —tarareó Ramón con total miedo en su pecho—, I know you're gone, you said you're gone, but I can still feel you here

—Será el fin de los uddopekka... —dijo Edward de un suspiro.

—Nos defenderemos... hasta el último hombre.

—Fue un placer haberte conocido, Ramón. Gracias por haber cuidado de nosotros.

—Lo mismo digo, Edward. Lamento mucho haber hecho esa emboscada...

—No te preocupes.

—Hoy se apagan las luces de Lovtrein. Puede ser que jamás volvamos a verlas encendidas.

Las trompetas retumbaron en Lovtrein. Era la señal para prepararse, el llamado a los Colibrís para el combate. Un largo y ominoso rugido que hizo temblar los corazones más bravos y congeló las fibras de todo aquel que lo oyese.

Miguel cogió la pistola, su rifle y se arrodilló frente a Daiya para darle lo que posiblemente sería un último abrazo.

—Volveré pronto, mi amor. Tú duerme tranquila. Volveré antes de que despiertes, ¿sí? Tengo unas cosas que hacer —le acarició el rostro. Aquel pequeño rostro, hermoso e inocente. Su mundo. Su vida—. Te amo... —le besó la frente, dejando que las lágrimas le rebalsaran los ojos.

—Tío... —sollozó la pequeña—, ¿vas a morir?

Miguel supo que podría ser que sí. Solo faltaba una bala para acabar con su vida. Podía morir pacífico con una bala pesada atravesándole el pecho de lado a lado, o agonizante con el plomo reventándola la arteria femoral.

—No te preocupes —dijo. Apretó los labios, tratando de no caerse a pedazos—, volveré.

—Tío... ¿vas a matar?

Miguel comenzó a temblar.

—¡Tío, por favor, no mates a nadie!

—No quiero hacerlo, pero... si no lo hago, nos atacarán, mi amor. Tengo que hacerlo para protegerte. Así es este mundo, Daiya... —finalmente, se quebró—. Este mundo es... cruel.



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En el texto hay: zombies, accion, gore

Editado: 13.09.2023

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